jueves, 29 de mayo de 2008

Facebook

El sociólogo y también médico de la Universidad de Harvard Nicholas Christakis (abajo en la foto) es, según un reportaje del New York Times, uno de tantos académicos que han decidido cambiar las pilas de libros y los laboratorios para hacer de Facebook, la utilidad social que te conecta con la gente a tu alrededor, como a sí mismo se define el portal, su campo de investigación. Recientemente se han utilizado grupos de usuarios de esta comunidad digital para intentar responder a viejas preguntas de la sicología y la sociología. Por ejemplo, acerca de la amistad. ¿Quién influencia a quién? ¿El nuevo integrante del grupo comienza a utilizar nuev vocabulario en función de que sus amigos lo hacen o viceversa?


La pieza periodística y los datos curiosos que contiene no sé hasta que punto son interesantes, o, para ponernos solemnes, relevantes, pero son un buen as bajo la manga para ese momento cuando viajamos en el elevador acompañados tan sólo por una anciana con un pequeño perro y monísimo y un repartidor de pizzas y la luz digne a cortarse.

domingo, 18 de mayo de 2008

The Great Bolaño

Fue en julio 15 de 2003 cuando el hígado de Roberto Bolaño finalmente dejó de funcionar y así extinguió la vida del probablemente mayor escritor latinoamericano de los últimos tiempos. Tras de sí deja una larga estela de brillantes libros que le merecieron no sólo premios mayores (el Rómulo Gallegos, en 1999, por ejemplo) y menores que utilizó más para ganarse el pan que para regodearse en la fama; amistades legendarios con los caballeros de las letras hispanas, Vila-Matas y Herralde, por mecionar algunos, a pesar de haber pasado su vida lejos del establishment; comparaciones críticas con Cortázar y Lezama Lima, sino, sobre todo, el arraigado aprecio de sus lectores.


Sobre Bolaño habría que decir mucho, muchísimo, y ya los ríos de tinta desde la academia y la prensa han empezado a correr para subsanar el vacio. Pero por ése mar negro en que se confunde la honestidad y el talento, o ya de perdis con esa cuestionable virtud que llaman profesionalismo, con la apariencia y lo soso o , peor, con el delito del aburrimiento y el robo del tiempo propio, sirve empezar a distinguir entre lo bueno y lo malo. Si se me permite la osadía, quisiera comenzar por dejar aquí el link a dos documentos útiles para comenzar a entrar al Mundo Bolaño. El primero es un reportaje de cuatro páginas, por Francisco Goldman, realizado para el New York Times, donde se discute buena parte de la obra del escritor chileno, y el segundo es quizá la mejor entrevista que se le hizo, y, seguro, la más divertida: aquella que hiciera Mónica Maristain para engalanar las imágenes de las lujosas mujeres de la revista Playboy en 1998.

F. Goldman, “The Great Bolaño”, New York Times.

M. Maristain, “Estrella distante”, Playboy, entrevista.

Fragmento 4

El salón estaba cubierto por varias filas bien ordenadas de bancas de madera barnizada. Al centro estaba una gran máquina de acero negro con una caja amplia debajo a manera de base; sobre ésta había una placa de cristal con una potente lámpara en la parte inferior que despedía una fulminante luz sobre la cinta de plástico que contenía infinitos rectángulos con las imágenes de la película. A Elena le gustaba ir por los discos donde se enroscaban estas cintas, sólo para poder estirarlas contra la luz fluorescente de los pasillos, y detalladamente inspeccionar cada una de las escenas que contenían. Especialmente le atrajo una que mostraba imágenes de los planetas cercanos a la Tierra. Por supuesto que antes había visto imágenes similares en sus libros de geografía y en documentales transmitidos por televisión. Pero ver esos enormes cuerpos reducidos a rectángulos de las dimensiones de un pulgar, le daba una perspectiva nueva. Cuando vio el que correspondía a Marte, Elena quedó anonadada. Detuvo su marcha y se coló en el baño de mujeres, y luego de asegurarse de que no había nadie en él, se inclinó sobre los lavabos. Se puso de cabeza y estiró de nuevo la cinta contra la luz blanca que provenía de la parte superior de los espejos. En la imagen el planeta estaba surcado por cientos de cráteres y pequeñas montañas que imaginó de arena. ¿Serán del tamaño de una alberca o cabrán océanos enteros en esos hoyos?, se preguntó. Y sin darse respuesta, se imaginó de pronto pisando la arena rojiza del tercer planeta desde el Sol. Sus movimientos eran lentos y flotantes. Al principio dio un pequeño salto, sólo para probar; pero al elevarse temió no detenerse y viajar directamente hacia la atmósfera, así es que se inclinó como si fuera a dar un clavado y regreso a tierra. No sabía hacia donde caminar. El horizonte, en cualquier dirección, era una franja negra que se curvaba. Ahí debía ser el límite, pensó con una mezcla de entusiasmo y miedo. Recordó que su profesor de historia les habló de la forma en que Alejandro Magno detuvo en seco a sus ejércitos con un largo movimiento de espada en una noche sin estrellas. Después de haber saqueado y conquistado cientos de ciudades, después de haber pisado las más diversas tierras y clima; de haber destronado a cuanto reyezuelo se le pusiera en frente, dijo el profesor Rubens, este emperador se detuvo ante el único enemigo contra el cual no podía blandir espada alguna, y que por eso mismo le provocaba un miedo infinito: lo Desconocido. En ese momento Elena entendió lo que Rubens buscó expresar solemnemente con la mirada puesta en el vacío y la voz quebrada, y que nadie entendió: lo desconocido.
De pronto sintió que la tierra rojiza debajo de sus pies se movía. No como un temblor, de arriba hacia abajo u oscilando. Sino como una tuerca que se mueve al interior de un maquinaria. Como un engranaje. El movimiento fue hacia delante. Suficientemente lento como para que ella no resbalará; como para transportarla consigo en su rotación. Se sintió como en el lomo de un elefante. Un elefante rojo. Este pensamiento le provocó una sonrisa. Pero también temor. Nadie sostenía a ese elefante de una correa y en cualquier momento podía moverse bruscamente. Levantar las patas hacia la oscuridad, hacia las estrellas en lo alto, y tirarla, incluso sin mala intención, sin quererlo. El miedo la inundó y buscó despertarse. En ese momento el Sr. Platz, el profesor de Ciencias, entró al baño de mujeres y la vio con el cuerpo arqueado hacia atrás, los ojos cerrados, sudando. En un primero momento se asustó, pero comprendió que nada realmente malo podría haberle pasado.

-Elena, ¿está bien?. Le hemos estado buscando. Necesitamos la cinta- dijo calmamente. Elena- repitió acercándose a la muchacha.

Ella se levantó lentamente y recuperó su postura. Sonrió al Sr. Platz y le extendió la cinta. Platz le abrió la puerta y espero a que ella se acomodara el cabello y saliera al pasillo.
Esa tarde Elena la pasó con la mirada perdida en el cielo, aunque en este las estrellas y los planetas eran invisibles y lo más parecido a Marte era el color del que estaban teñidas las nubes.

Fragmento 3

Al momento de salir no encontró las llaves. Tenía ya treinta minutos de retraso. Aventó el maletín y el saco sobre el sofá de la sala y comenzó a buscar. Primero en su cuarto; debajo de la cama, detrás de la televisión y de los libros. Nada. Siguió con el cuarto al final del pasillo que nadie ocupaba pero en el que dormía con la televisión prendida siempre que se sentía sólo. El llavero estaba en el centro de ese cementerio de colillas, envoltorios de panecillos y botellas de cerveza de cristal oscuro que yacía bajo su cama. Lo tomó y bajo corriendo hacia el carro. Lo encendió y sintió la tranquila vibración del motor eléctrico. Le complació. Ajustó el retrovisor, se arregló el fleco que danzaba sobre su frente, y salió a la Avenida Lorenz. Viajo así por otros treinta minutos, hasta que llego a la intersección de las calles Pambrock y Hugh. El semáforo estaba en rojo. Con el pie en el freno redujo la velocidad lentamente y finalmente se detuvo por completo. Miró a los autos a sus lados. A su izquierda había un pequeño y curvo auto verde pistache. Al volante estaba una mujer en sus treinta, de cabellos rubios y secos, piel blanca y facciones angulosas, que pasaba un pañuelo sobre la breve boca de una niña de dos o tres años en el asiento del copiloto. Le limpiaba un jugo rojo de las comisuras. Al inclinar la vista, descubrió la paleta de hielo que colgaba de la carnosa mano derecha de la niña. Sonrió.
Cuando volteó hacia el otro lado, vio a un hombre joven mirando fijamente la parte posterior de su automóvil. Cerca del tanque de gasolina. Casi inmediatamente el joven dirigió su mirada a Carlos. Tenía una expresión de enojo y consternación profunda. Carlos al principio no prestó atención y checo si el semáforo seguía en rojo. Así era. Pero la pesadez de la mirada lo hizo voltear de nuevo. Con los nudillos tocó el cristal del otro asiento de su auto. Pensó que el joven respondería con cierta hostilidad. En cambio, éste se volteó y fijo su mirada hacia el frente. Sin pestañear. Ignorándolo.
En un instante una brusca vibración recorrió todo el auto. Las agujas del tablero primero empezaron a oscilar sin dirección, hasta que todas, incluida la del tacómetro, señalaron el más alto punto de sus respectivos ciclos. La temperatura subió rápidamente al punto de que Carlos tuvo que soltar de golpe el volante. La agitación del auto se intensificó. Tanto, que de pronto imagino que el auto se elevaría hacia el cielo como un géiser. De pronto supo que todo estaba perdido. Esa certeza le provino de algún lugar olvidado en su corazón. En sus últimos segundos no pensó en su madre o en su hermano (recientemente fallecido), ni en la forma en que el resto de los conductores que, a pesar de haber cambiado el semáforo a la luz verde, no habían avanzado y lo observaban con absoluta angustia. Lo único que ocupó su mente en ese instante final fue la imagen de la línea de ensamblaje donde se había armado su auto. Imagino la gran bóveda de la compañía automotriz que albergaba los cientos de robots que en una lluvia de chispas azules y naranjas fundían las puertas y los asientos al resto del armazón. Mientras las llamas provenientes del fondo de su automóvil avanzaban hacia el frente y la gente a los lados de la calle le gritaba que bajara del auto, no sintió temor. Cerro los ojos y pensó en el único trabajador involucrado en la fabricación del auto donde moriría. Una oleada de empatía lo recorrió. Dio una larga aspiración y soltó el aire. Esa fue la última porción de mundo que su cuerpo percibió.

Fragmento 2

Bradley había corrido sin descanso desde la iglesia hasta llegar al extremo del risco. Vestía un traje de tela gruesa y oscura, muy oscura, sin ser negra, y una corbata, esa sí negra, con un nudo perfectamente hecho. En ese momento el viento se levantó desde lo bajo, como salido de la misma tierra, agitó violentamente las hojas de los árboles, e incluso los mismos troncos de éstos, y en su último aliento hasta pareció dar un leve empujón a Bradley. (O quizás fue él mismo el que se dejó llevar). Pero éste no pareció asustarse; sus ojos no parecían si quiera notar los quinientos metros en picada que se extendían frente a él; la manera en que el accidentado cauce del río laceraba el manto de agua como un azul pañuelo agujerado. Dio uno o dos pasos atrás, para recuperar su posición original, y cuando dirigió la vista al cielo, observó que este brillaba como un rayo de sol pegando directamente sobre una lámina de oro.
Su padre había amanecido muerto en el granero esa mañana. Lo descubrió Ingrid, la cocinera, quien, al descubrir el pálido cuerpo de Mr. Adley, sobre la paja y el lodo, despidió un grito contenido que, con la baja temperatura del ambiente, se tradujo en una pequeña nube de suspenso aire blanco. Esta cruzó a tropezones el enlodado patio y casi resbalo cuando pisó rápidamente una piedra de tamaño mediano cubierta por una delgada película de hielo. Cuando irrumpió en la oscuridad de la cocina él, Bradley, era el único en la habitación. Tu papá está muerto en el granero, le dijo. Y luego, como si alguien le gritara desde el fondo de su cabeza, continuó su carrera hasta la recámara de su madre. Antes de salir, Bradley todavía alcanzó a escuchar sus primeros gritos. Era el jueves 18 de octubre de 1891. ¿El lugar? Dublín, Irlanda.

Fragmento 1

Después de siete años de continuo y agotador esfuerzo, el trabajador que colocó el último bloque de mármol del Palacio del Lago Black, Johnson Allison, apurado como estaba por los gritos de su jefe el maestro albañil, cruzó las galerías, pasillos y escaleras sin detenerse a mirar la espléndida obra de neoimperalismo alemán que junto con sus compañeros había edificado. En realidad, no era el único, ni uno sólo de los involucrados, afanados en su tareas particulares, el laminado del piso, la lija de los detalles de madera, la instalación de grandes arañas de cristal en lo alto del techo, había observado el lugar como una totalidad, sino como pedazos de un espejo. Mientras sus pasos producían largos ecos entre las salas pensó, eso sí, aunque a la velocidad de un suspiro, en la facilidad con que podría perderse cualquiera en la estructura casi laberíntica de la construcción. Cuatro días después, el Infante de Numbsbell, quien encargó la obra, quiso verificar a detalle el lugar que pronto albergaría la celebración de su cumpleaños número setenta y dos. Viajaron con él su asistente particular, el reservado y oscuro Michael Wallace, y su mastín Drake. En la glorieta al frente del Palacio, mientras el cielo de la tarde se volvía rápidamente más azulado, desplazando las alargadas nubes rojas y doradas del cielo, los esperaba el responsable de la obra, el señor Douglas. Junto con él, estaba el maestro albañil y unos cuantos miembros del personal, arreglados todos en un venerable semicírculo.
Al bajar de la carroza, el Infante saludó al señor Douglas con visible irritación y, seguido por el mastín, pasó de largo sin ni siquiera mirar a ningún otro de los presentes en la entrada del Palacio. Intentó abrir la enorme puerta de doble hoja pero la encontró cerrada. Rápidamente el señor Douglas extrajo un par de pesadas llaves doradas de su bolsillo e hizo una reverencia ante Su Majestad a manera de disculpa. No es necesario, les dijo el Infante con la palma de la mano izquierda en alto, cuando Douglas y Wallace avanzaron tras de él, como en gesto de acompañarle. Ambos salieron en silencio. Dentro, gracias a las grandes mantas de gruesa tela sobre las ventanas y también por efecto del cielo, la oscuridad se extendía por casi la totalidad de las salas, rasguñadas apenas por algunos haces de luz. Al prender la antorcha que Douglas le había entregado, vio el delgado y reluciente cuerpo de Drake paseándose por la sala a unos pocos metros de distancia. Lo llamó por su nombre y continuó haciéndolo hasta que pudo poner su mano detrás de las orejas del animal. Ahora te necesito conmigo, amigo, le dijo, y comenzaron a caminar por los enormes salones del lugar. Se detuvieron frente a las pinturas de Cintail en el cuarto de dibujo en las que figuraban escenas de caza; en la biblioteca, donde el Infante intentó subir al segundo y al tercer piso, pero descubrió que la escalera seguía resguardada por una delgada cadena, y en el comedor, donde una gran mesa para cuarenta o cincuenta personas relucía a pesar de la cada vez más escasa luz. Ahí tomó asiento, como un comensal fantasma en la oscuridad, y fijó la mirada en el ventanal que se levantaba desde el piso hasta el techo y por el que fluía una lenta luz rosada junto con un silencio tranquilo. Sintió un repentino miedo, pero su corazón empezó a latir más lentamente cuando pensó en sus acompañantes en la entrada del lugar. De pronto, sin embargo, Drake empezó a ladrar a la negrura del otro cuarto. Silencio, Drake, le dijo sin levantar la voz y con la cabeza ligeramente reclinada hacia atrás. Pero el perro continuó. El Infante se levantó con la intención de tomar a Drake por el collar y callarlo, pero cuando se acercaba a él éste se infiltró en la oscuridad del cuarto lateral. Quiso seguirlo, pero tuvo que ir primero por la antorcha que había dejado en la puerta de entrada del salón. Cuando finalmente llegó al otro cuarto no encontró a Drake ni escuchó algún otro ladrido. Por varios minutos, que le parecieron horas, el Infante se paseó por los pasillos y salas. Al principio se mantuvo en silencio y buscó pacientemente al animal. Pero pronto comenzó a llamar a Drake, y al fracasar, a Wallace, para luego simplemente exigir la presencia de cualquiera.
Al sentirse perdido y desatendido comenzó a encolerizarse, pero continuó caminando. Constantemente tropezaba con los muebles de los salones y al paso del tiempo terminó por perder por completo la dirección. No sabía más donde estaba. El cielo parecía tornarse más negro, como empapado de tinta; al punto de que cuando se extinguió la antorcha y colocó su mano frente a él, le fue imposible verla. Con el miedo encima, se la palpó con la otra mano y la pellizcó por uno o dos minutos. También se acercó a un espejo que había visto al lado de la entrada al cuarto, pero la ráfaga fría y metálica que sintió en sus yemas al contacto, lo hizo salir de ahí. Pronto se sintió agotado y decidió, después de quitarse la espada del cinto y recargarla en el piso, tenderse en un diván. Con las manos encima de su pecho, cerró los ojos con fuerza e intento dormir. Esa noche no soñó nada, o más precisamente, no recordó haber soñado nada.
A la mañana siguiente un sonido ligero pero rápido lo despertó. No tomó su espada, sin embargo. Solamente se incorporó y observó la sala. Era Drake. Corría por el lugar con un cojín de encajes dorados entre los dientes. El lo llamó por su nombre y lo tomó entre las manos. Juntos recorrieron en silencio el camino del día anterior. Fuera no había más nadie esperándolos.

miércoles, 19 de marzo de 2008

"Confiar"

"Nuestros movimientos habituales implican, en efecto, determinadas convicciones. Contamos con la existencia del mundo externo cuando nos sentamos en una silla, cuando reposamos sobre un colchón, cuando bebemos un vaso de agua." Estas son algunas de las líneas incluidas en la pieza "Confiar", en el Manual del distraído (FCE), del hasta ahora justamente recobrado escritor Alejandro Rossi. En ella, el italiano de nacimiento pero mexicano por convicción, explora, como nosotros en la entrada anterior, la cuestión de la creencia -"lo que Santayana llamaba la fe animal, aquella que nos orienta sin demostraciones o razonamientos, aquella que, sin garantizarnos nada, nos separa de la demencia y nos restituye a la vida".

No he podido encontrar alguna versión en línea de esta breve y amenísima refutación a las teorías inmaterialistas del obispo George Berkeley (1685), que comienza recapitulando esa otra, quizás menos fina pero sin duda más contudente: la fuerte patada del doctor Johnson a una piedra. Sin embargo, deposito aquí algunos pasajes:

"La rutina diaria cuenta también con la regularidad de los ciclos. Nos alarmaría un otoño al cabo de un invierno o un viejo que de pronto comenzara a recuperar la juventud, el pelo negro, la cara aún arrugada, un brazo musculoso y el otro apenas recubierto con una piel escamosa. Envejecer tal vez se melancólico, pero tiene la ventaja de la familiaridad."

"Confíamos, además, en que las cosas conservan sus propiedades. No nos sorprendemos de que el cuarto, a la mañana siguiente, mantenga las mismas dimensiones, que las paredes no se hayan caído, que el reloj retrase y el café sea amargo."

Recomiendo ampliamente la lectura de la obra (completa) de Rossi, compuesta por ensayos divertidamente rigurosos que hacen alarde de la "la tremenda tarea (que es) pensar" y por una narrativa que transforma el polvo acumulado en en el transcurso del viaje, en la arena de la que se sirve para formular un reloj con otro tiempo, menos banal y trepidante: el propio.

La soledad y la ficcion

El fabuloso español que era Ortega y Gasset decía que en el principio el mundo es enigma. Con esto hacia alusión a que todas nuestras seguridades, sobre todo las más elementales (como el hecho de que el Héctor que despierta tarde para clases el lunes por la mañana es el mismo que se durmió la noche del domingo, o que el mundo como lo conocemos persistirá al paso de los segundos y en cambio no se desmoronará de pronto o estará completamente al revés), son una ficción. Cuando despertamos a la realidad no sabemos absolutamente nada de ella. El hombre, al contrario que la gran mayoría de los animales, nace con los instintos atrofiados (Berger y Luckmann en La construcción social de la realidad), y, sólo al paso del tiempo, en el vivir junto a los otros, los lleva a su culminación.

Cuando los búhos nacen, tardan algún tiempo en gobernar sus alas de manera que puedan emprender el vuelo y buscar su propio alimento, mientras tanto, sus padres le facilitan la vida. Pero bien podría arreglárselas, si bien con aumentada pena, sólo. Nuestro caso es distinto. No podríamos preservar nuestra existencia por nuestra propia cuenta. Aun la legendaria figura del salvaje solitario, el Crusoe de Daniel Defoe, comienza su relato aclarándonos que no es un hombre salvaje en sentido estricto; antes, es un hombre previamente tocado por la civilización. El elemento social con que constituimos nuestra identidad, pero también nuestras ideas acerca de lo otro (todo aquello que no somos nosotros), el lenguaje, está por definición mediado por otros; en una palabra es una invención social. Aunque después de la caída de Dios y de la recia jerarquía de las sociedades pre modernas, se nos exige que nos formemos una identidad diferenciada del resto, lo cierto es que sólo nos sentimos enteramente a gusto con lo que hemos elegido ser cuando es reconocido por los otros (Charles Taylor). Así, nuestra identidad tiene más el espíritu de una conversación que de un monólogo.

Después del embate romántico del siglo XIX hay un alo moral que sanciona la búsqueda de nuestra identidad diferenciada del resto. Descubrir nuestra forma auténtica de ser ya no se observa como un capricho del artista, sino como un deber moral de todos. Pero la materia con que construimos nuestra forma de ser no son esencias que se descubren bajo la oscura arena del Universo, sino verdades que los hombres que han estado antes que nosotros han construido. Cierto es que no las adoptamos ciegamente. Constantemente las reformulamos y las adaptamos (esta ha sido uno de las mejores lecciones de la hermenéutica y del historicismo). Pero la idea de que el mundo, incluido nuestro “yo”, son esencias, es decir, verdades validas para todo hombre en cada espacio y en cada tiempo, es una idea por lo menos cuestionable. Más bien pensaría que el más elemental de los axiomas a partir del cual interpretamos la realidad guarda paralelo con la ficción moderna, que no es otra cosa que un lente, un artificio, tejido con nuestros valores, nuestra lengua, y nuestros sentimientos, en una palabra, con nuestra subjetividad, para alcanzar a entender el mundo. A eso se refería Ortega en la cita con la que comencé. La ficción no se está quieta en las novelas de Cervantes, Flaubert y Sterne, sino que extiende su dominio incluso a instituciones que se quieren tan infalibles e inequívocas como la ciencia y la técnica.

Aunque ha muchos les ha complacido la revolución subjetiva que implica esta idea, lo cierto es que encierra numerosos retos (e imposibilidades). Si creemos, con el Señor de la Montaña, que todas aquellas leyes de la conciencia que creemos provenientes de la naturaleza son más bien fruto de la costumbre, queda poco para defender las nociones de certeza y razón que nos son necesarias para tantas cosas, como la comunicación satisfactoria con los otros. Así, estamos amarrados a la torre de nuestra consciencia.

Y es que, como dice un compatriota:

"el pensamiento (una de las variantes de la ficción) es el tatuaje de la soledad: nadie puede pensar lo que pienso; nadie puede morir en mi lugar, nadie puede sentir lo que siento. El pensamiento nos condena inaccesibles, impenetrables: solos."


Una de los personajes de la novela Sputnik, mi amor (Anagrama) de Haruki Murakami, donde el escritor compara las existencias de tres individuos a las solitarias orbitas que satélites como el Sputnik recorren en el ancho Universo, dice mejor:

"En realidad, sólo éramos prisioneras sin destino encerradas cada una en su propia cápsula. Cuando las órbitas de los satélites se cruzaban casualmente, nos encontrábamos. Quizás simpatizábamos. Pero sólo duraba un instante. Momentos después volvíamos a estar inmersas en la soledad más absoluta. Y algún día arderíamos y quedaríamos reducidas a nada."

sábado, 9 de febrero de 2008

Apuntes de Veracruz

Me acuerdo de ese restaurante en las costa de Veracruz; nos habíamos detenido, ya bien entrada la tarde, a comer algo antes de seguir el viaje de vuelta a casa en la camioneta blanca y derruida de mi tío. El lugar se sostenía imposiblemente sobre cuatro columnas de madera empobrecida, al interior de un mar azul oscuro, casi negro. Me pareció imposible, pero el viento aullaba cuando daba vuelta en el vértice de alguna pared o cuando entraba por la puerta, como cualquier otro cliente. Después de ordenar mi comida, salí a ver el mar al balcón, sólo. De un salto pequeño y rápido hacia en frente, me colgué del barandal, y levanté la mirada: el cielo estaba nublado y sucio; el aire era húmedo, casi vapor; la línea del horizonte, al fondo, parecía coloreada por un lápiz de carbón: una línea negra, difuminada por la acción de un pulgar. Balanceándome, sentí un ligero mareo, vértigo y, para no arriesgar, regresé los pies a la tierra. En la pirueta noté, en las piedras donde pegaban las olas, un elemento extraño. Ya seguro en el balcón, me incliné y me di cuenta que era una mierda salida de un drenaje en la superficie del mar. Desmenuzada ante la insistencia del oleaje, casi al momento desapareció. Pensé, no sé ya muy bien por qué, en la sal, en los fanáticos, en los elementos que se disuelven, invisibles, recién entran en contacto en algo más grande; como reconociendo su nadería, su poquedad.

domingo, 3 de febrero de 2008

El Pasajero

Presento esta traducción libre (del inglés) de uno de los breves pero conmovedores textos de Franz Kafka, aparentemente compuestos en 1913, reunidos bajo el título de Contemplación. ¿El motivo? El deseo de hacer un sencillo homenaje al par de horas soleadas que pase en el patio de mi universidad, donde descubrí la mentada colección de escritos y fui incursionado por un modesto ejército de insectos que, recorriendo mi faz, dejaron una estela de cosquillas y comezón.


El Pasajero

Me encuentro sobre la plataforma del tranvía, completamente vacilante acerca de mi lugar en este mundo, en esta ciudad, en mi familia. Ni siquiera por ventura podría indicar qué derechos invocar para justificarme, en uno u otro sentido. Soy incapaz de alegar el hecho de estar sobre esta plataforma, sostenido de esta asa, dejándome arrastrar por este tranvía; de que la gente se quite del camino, o continúe caminando calladamente, o se detenga ante los escaparates: no es que nadie así me lo pida -pero eso es irrelevante.

El tranvía se acerca a una parada, y una joven se aproxima al umbral, dispuesta a bajar. Se me aparece claramente, tal como si la hubiera acariciado con mis propias manos. Está vestida de negro, los pliegues de su falda están casi inmóviles, su blusa es ceñida y tiene un cuello de fino encaje blanco, su mano izquierda se apoya de plano sobre el costado del tranvía, la sombrilla en la mano derecha descansa sobre el segundo peldaño. Su rostro es moreno; su nariz, ligeramente pellizcada a los costados, es de punta redondeada y ancha. Su melena es castaña, con algún mechón cayendo sobre su sien derecha. Su oreja es pequeña y compacta, pero al estar cerca puedo ver todo el pabellón de la oreja derecha, y la sombra que proyecta.

En ese momento me pregunté: ¿Pero cómo es posible que no esté pasmada de sí misma, que permanezca con los labios cerrados y no diga nada al respecto?


Franz Kafka en Contemplación (1913)

domingo, 27 de enero de 2008

sábado, 26 de enero de 2008

Noche de martes, noche de miercoles

A veces en una conversación se cruza una frontera invisible y prodigiosa. El mundo entero lo sabe porque cada uno de nosotros ha probado el goce elemental de cuando se cambian palabras sazonadas con auténtica emoción. Tanto así que incluso hemos cultivado lugares propicios para el suceso: cafés, cenas a la luz de las velas, yates flotando en el corazón del océano, cantinas a media noche con más meseros que comensales… Las parejas y los amigos se dan cita allí, en esos lugares, albergando esperanzas enormes en el corazón, pero no siempre encuentran lo buscado. Más bien es usual lo contrario.

Y es que el sólo lugar, el espacio no es la llave; no importa con cuantos manteles se cubra o con cuantas velas se alumbre. Lo cierto es que el límite entre un cambio burdo de palabras y una verdadera plática, burla la geografía material y, por tanto, su misterio es inasequible, al menos mediante la sola cartografía convencional y las brújulas de entraña magnética.

Aun diría más sobre este límite: su misterio es inasequible, a secas. Con la lluvia, comparte su propiedad más genuina: lo impredecible. Tanto para el meteorólogo como para el amante o el amigo, el aluvión y el trance conversacional siempre salen de la niebla. Por eso mismo es más vertiginosa la migración. Pero no por eso su misterio es oscuro como el de la tormenta; al contrario, es extraordinario como el de la espiral.

Cuándo o con quién vamos a poner el pie en la otra región, no se sabe. Por lo general, el momento justo del cruce no es percibido por los conversadores. Como con las inyecciones, la aguja nos ingresa cuando tenemos los ojos cerrados y el primer vértigo ya se disipa. Nos entregamos entonces al salto, aun sin línea de seguridad. De pronto, narrar el fuego, el noble y el enfermo, que cruza nuestro corazón no parece un acto impúdico y debilitante; en cambio nos aligera el mundo, nos sentimos menos, bastante menos, solos. En nuestra conciencia se borra el mundo y frente a nosotros brilla un solo elemento: el otro, el otro que escucha, y el corazón se alivia.

***


Alguna noche de la semana anterior anduve por esa plaza que a la memoria no se le olvida, aunque no la recuerde. Una amiga, que espero al menos intuya que es a ella a quien me refiero, me acompañó. A ella, pero también a unos pocos otros, quiero dejarle estos párrafos groseros.

sábado, 19 de enero de 2008

En clave autobiografica

"¿Y qué quedaría de mí, preguntó Pereria, yo soy lo que soy, con mis recuerdos, con mi vida pasada, la memoria de Coimbra y de mi mujer, una vida transcurrida como cronista de un gran periódico, ¿qué quedaría de mí? La elaboración del luto, dijo el doctor Cardoso, es una expresión freudiana, perdóneme, soy sincrético, y he pescado un poco de aquí, otro poco de allá, pero usted necesita elaborar el luto, necesita decir adiós a su vida pasada, necesita vivir en el presente, un hombre no puede vivir como usted, señor Pereria, pensando sólo en el pasado. ¿Y mis recuerdos?, preguntó Pereira, ¿y todo lo que he vivido? Serían tan sólo memoria, respondió el doctor Cardoso, y no invadirían de forma tan avasalladora su presente, usted vive proyectado en el pasado, usted está aquí como si estuviera en Coimbra hace treinta años y su mujer estuviera todavía viva, si continúa así acabará convirtiéndose es una especie de fetichista de sus recuerdos, quizás se pondrá a hablar con la fotografía de su esposa. Pereria se limpió la boca con la servilleta, bajó el tono de voz y dijo: Ya lo hago, doctor Cardoso. El doctor Cardoso sonrió."


Antonio Tabucchi (Vecchiano, 1943) en Sostiene Pereira

lunes, 7 de enero de 2008

Los Diarios de Elizondo

Ultima entrada de hoy, lo prometo. Aunque esta es la tercera del día, el motivo, la publicación de los Diarios inéditos del más enigmático y fino de los escritores de la fecunda “generación del 32” de México en la revista de literatura Letras Libres, merece, ahora sí, la pena. Salvador Elizondo, que escribió dos de los libros clave de la literatura de mi país, Farabeuf y Elsinore, escribió, a mano, con valentía y tesón, una serie de cuadernos que registraron el acontecer de su vida desde que contaba con quince años (1945) y que relatan sus múltiples travesías vitales; manuscritos que sólo se vieron impedidos por la muerte del autor en el año 2005, cuando la escritura ya le era una obsesión.

Aunque en entrevista el escritor ya había anunciado la publicación póstuma de sus diarios, esto no sucedería, según dijo en el momento, antes de veinte años de transcurrida su muerte. Sin embargo, la viuda de Elizondo, Paulina Lavista, ha comenzado, desde el primer número de este año de la mentada revista, la publicación dosificada pero valiosa de los manuscritos, que registran la experiencia del autor en Lake Elsinore, en Ottawa, y de sus primeros amores.

Hay que tener claro que la atención a esta dimensión de la obra de Elizondo no es un acto morboso. Para el autor de Teoría del infierno, junto con Baltasar Gracián, la vida era perpetua conversación. Primero se conservaba con los otros; luego, como también quería Quevedo, con los difuntos, esto es, con los libros. En las postrimerías de la vida, sin embargo, se entabla uno de los más valiosos diálogos, aquel en que el interlocutor es uno mismo. La publicación de los diarios de Elizondo nos permitirán seguir fielmente esta última gran conversación. En las páginas de los diarios podremos recorrer los fecundos paseos del autor por avenidas tan diversas pero tan colindantes como son la tauromaquia, el amor, el alcohol, y la incesante búsqueda por la belleza, la sabiduría, y, por qué no, la verdad. En medio de la accidentada ortografía y el primero y rudo inglés de un Elizondo de quince años, alcanzaremos a ver la trayectoria de una estética que prosperó hasta la absoluta belleza.



La obsesión de Elizondo por la escritura es admirable; conocer las íntimas elucubraciones de este autor fundamental para nuestra literatura, es prodigioso.

Confesion

Borges, entendido en muchos quehaceres, especialmente en los humanos, dijo: “Todo es más grato en el recuerdo, hasta la humillación”. A mí me convence esta máxima; aun más, la creo. Mi pasado es mi mejor posesión y siempre que lo recorro me encuentro con lugares felices (pero soy consciente de que, de todos modos, seguro hay fantasmas escondidos por sus laberintos).

En días como hoy, en que lo paso deambulando por los dos pisos de la casa, buscando algo que siempre soy incapaz de recordar en el momento preciso; pellizcando fruslerías en la cocina; esperando a que mi familia abandone la casa para poder encender un cigarro, me acuesto en la cama y me pongo a recordar… Una salida de noche en el verano pasado: salí con D. y le prometí llevarla a escuchar jazz, pero la revista de donde extraje los lugares que podíamos visitar tenía seis meses de publicada y, si se toma en cuenta que los centros nocturnos en México tienen existencias más bien efímeras, se entenderá porque esa noche recorrimos en vano toda la ciudad, descubriendo que ninguno de los sitios seguía con vida. La travesía fue dolorosa para mí. Con intenciones de conquista, el fracaso no me ayudo en nada. Además, que nos acompañará, en su pequeño auto plateado, una amiga de ella, aumentaba la tensión.

De todos modos la noche tomó buen cause cuando dimos por perdida la ocasión de escuchar música y, en cambio, nos metimos a un pequeño restaurante a tomar, ellas, martinis de manzana y, yo, cervezas frías. Platicamos largo y tendido dos o tres horas mientras la provisión de cigarros disminuía. De hecho, hacía asaz frío -todavía recuerdo como se me partían los labios, y como los humedecía con pequeños tragos a mi botella marrón. Poco a poco nos fuimos quedando solos en las mesas apostadas sobre la calle. Las luces del lugar fueron desvaneciéndose y las meseras empezaron a contar su propina sobre la barra. Pensé que se enojarían porque les impedíamos irse a casa, y, todavía más, que nos lo harían saber de alguna u otra forma. Sin embargo, una de ellas se acerco, pidió un cigarro, más para cambiar algunas palabras con nosotros y amistarse, algo, que por el mismo cigarro.

Esa noche descubrí que el amor puede ser un buen lugar para perderse de uno mismo. En la mesa del bar confesé que el amor, en los últimos meses, se había vuelto para mí una adicción; el mayor afán de mi vida. Amando a otro creí exhibir una virtud prócer: “no me preocupo por mí mismo, me preocupo por quien amo”. La amiga de D., recordando a Baudaliere, señaló que lo que yo hacia era escapar de mí. La conversación que siguió lo hizo sólo a la sombra de esa nota. No me molesto, al contrario, me despabiló de un letargo.

La memoria, como el amor, es un territorio para perderse. De eso me doy también cuenta.

Cronica de un encontronazo

Cuando comencé a leer, el azar dictó mis primeras elecciones. Al pasear por la librería El Sótano, mi única luz era la apariencia del libro, sus atributos sensuales; sus dimensiones, las imágenes y colores de la portada, el cuerpo del papel y, no menos importante, su perfume casi aire. Así, sin mayor guía, mis lecturas, es casi previsible, gozaron de diversas fortunas. Mis primeros dos libros fueron la desgraciada filosofía de autoayuda disfrazada de novela que es La playa de los sueños, y la aun hoy conmovedora edición de Alfaguara del libro que catapultó a Vargas Llosa a la fama en aquellos atropellados años del boom; hablo, claro, de La ciudad y los perros. Sobre la primera basta decir que fue incinerada, junto con otros deplorables textos, una tarde nublada de domingo en mi azotea. En cambio, el libro de Vargas Llosa, cuya brillo, lo sé, se debe a la ilusión de la distancia y el tiempo más que a los hechos, fue el primero que me hizo sentir que pasar la última página podía llegar a adquirir el peso emocional de una despedida en el aeropuerto.

Este primer apunte me ha desviado de mi primera intención al sentarme a escribir, pero también me ha servido para dejar en claro la torpeza con que desde el inicio me he acercado a los libros y así dar un brinco a los momentos, en que la impericia para nada había cedido, en que entré en contacto con aquellos que escribió el francés Michel Foucault, motivo original de la entrada. (Y es que recuerdo todavía que para lograr que los libreros me entregaran lo que había pedido, tuve que andar un penoso camino de purificación que comenzó con el barbárico fucólt, pasando por el apenas más civilizado fucól, hasta llegar a un pulidísimo fucó; aun ahora se me aparecen claramente los ojos estupefactos de los dependientes que en verdad no entendían, y aquellos, engreídos y socarrones, que me observaban desde la pomposa altura de una Licenciatura en Filosofía.)

Pero el purgatorio valió la pena. Cuando entré a Las palabras y las cosas o a La arqueología del saber, sentí, por primera vez, que mi pequeño mundo se zarandeaba. Fue extraño; más chico había leído, en mi preadolescencia “roja” en que llegué a portar con orgullo una estrella roja sobre mi atavío, y para humor de mis tíos, Las cinco tesis filosóficas de Mao Zedung, y entonces ya me habían advertido que una lectura “así” podía causarme “problemas”, que por indefinidos parecían atroces; pero no había sentido nada, ni un escalofrío ni nada. Fue solo cuando recorrí los libros de este calvo fabuloso que sentí el auténtico temblor de la duda. Por supuesto que mis lecturas fueron más revueltas y tramposas que cabales y cuidadosas; de hecho, nunca pude leer en orden los textos, siempre, como con el resto de la filosofía continental de su generación, el filósofo francés, sañosamente, creo, interponía en el camino un oscuro término que tumbaba mi carrera (y que, sin embargo, conservaba el halo prodigioso de las piezas de arqueología). Pero esto sólo encendía más mi ánimo: leí innumerables monografías en la red y compraba todo libro que portara su nombre, tan sólo para poder entender al menos un renglón más. Incluso hacia minuciosos apuntes de estas excursiones, mapas de una selva demasiado honda y oscura pero también sobradamente seductora como para abandonarla, aún cuando en ese mismo momento la Biología y la Química amenazaban mi misma supervivencia en la preparatoria.

Así, con el paso del tiempo, Foucault se volvió en eso que desde entonces he querido eliminar de mi experiencia: una Presencia, un Ídolo (que, vale anotar, es una de los vicios de nuestra civilización que el francés combatió con el máximo vigor). En la lectura voraz de sus biografías (entre las cuales la de Didier Eribon, por Anagrama, destacó) adquirí la enfermedad del que se divierte contando la anécdota del Foucault joven que conducía su pomposo Jaguar, disfrazado de chofer, llevando de paseos de compra a sus amigas, o que se contenta con discutir apenas los fragmentos infértiles por escandalosos de su pensamiento, pero que desconoce las fuentes y evolución mismas de la literatura o autor del que es devoto. De esta forma transcurrió mi año diecisiete de existencia, que se vio plagado por panegíricos monstruosos para cualquiera que se dignara a escucharme. Al final, sin embargo, como una ola que se arrastra de vuelta al océano, los mismos azares que me condujeron a sus libros me llevaron a otros parajes y la memoria del filósofo adquirió la pesada ausencia de los fantasmas.

A la distancia, soy menos severo; juzgo que el supuesto daño que en la honestidad y rigor de mi curiosidad causó el encuentro con el filósofo, es tan sólo eso, un supuesto. Con temor a rozar el empalagoso fantasma de la cursilería, diré que sus lecciones cambiaron mi manera de entender eso que ampulosamente llamo “mi mundo”; desde la forma en que hay que poner en duda proposiciones que suponemos válidas desde siempre y porque sí (piénsese, por ejemplo, en la Ciencia), hasta el cobrar conciencia de que la Verdad no es una esencia, la misma para todos y cada uno de los hombres, que se desentierra de las arenas negras del Universo a pura fuerza de constancia y lucidez, sino que, muy al contrario, la Verdad en realidad son varias y particulares verdades, siempre construidas socialmente, y válidas solo para puntos bien localizados en la trama del espacio y del tiempo.

Claro que muchas de la riquezas con las que me quede tras la lectura del filósofo fueron mucho más vastas y aun sutiles de las que aquí podría señalar. (Y es que la influencia que un autor tiene sobre sus lectores se mide más por la energía y el rigor con que los hace reaccionar ante sus propios textos y proposiciones, que por la fidelidad y comunión que con ellos mantiene.) Sin embargo, con alguna injusticia, creo poder resumir su mayor obsequio en la ejemplar invitación a eso que Nietzche dio en llamar “el arte de la desconfianza”, esto es, andarse por el mundo con auténtico escepticismo; no sé si para suspender el juicio, como quería Pirrón de Elís, o para mejor conocer, como quería Sócrates.

***


He escrito, con mucho, más de lo que pretendía cuando comencé la entrada. Apenas quería invitar al artículo ayer aparecido en el suplemento cultural del periódico mexicano La Jornada en que se comenta uno de los encuentros intelectuales más legendarios del siglo pasado: aquel entre el lingüista estadounidense Noam Chomsky y el francés que aquí nos ha ocupado, y he terminado con un personal y pequeño panegírico (uno más) a un encontrón afortunado. La reunión de estos dos filósofos en la Escuela Superior de Tecnología de Eindhoven (Holanda) ha tenido tal resonancia para el debate filosófico contemporáneo que ya se ha visto trascrito y publicado varias veces en inglés, y ahora se hace lo propio en español. Además, vale la pena recordar que el video del encuentro se puede ver por el acervo infinito de Youtube.


El artículo: http://www.jornada.unam.mx/2008/01/06/sem-rafael.html

El panda y el balon

El antropólogo Cliford Geertz, hace un cuarto de siglo, hizo una sencilla pero feliz observación para un mundo intelectual entonces rancio: “Las prácticas culturales no pueden entenderse desde el exterior, sin involucrarse. Para entender lo que significa un guiño en la Alta Birmania, hay que descifrarlo desde el interior de esa sociedad; porque un guiño puede significar desde una complicidad hasta un incipiente pero claro acto de seducción”. La teoría multicultural de altos vuelos, que se cultiva y emperifolla en universidades canadienses y europeas, a los ciudadanos de a pie, como sucede siempre, nos es ajena; de todos modos, su prestigio ha dejado secuelas que todos podemos sentir. Es difícil encontrar a alguien que considere propio, lo que sea que eso signifique, insultar o disminuir a alguien por el mero hecho de su raza o geografía natal. En reacción, el crítico literario Harold Bloom ha reprochado al interior de su ámbito, y a veces extendiendo su argumento a la cultura en general, con mala fortuna, el hecho de que las literaturas de las minorías o de las antiguas coloniqw de la Europa imperial, tengan un valor añadido por la sola razón de estar al margen.

Por mi parte, me es difícil pronunciarme. Por supuesto que creo que nadie puede ser discriminado por sus características accidentales, pero reconozco también que en los excesos siempre se pierde; destinar ayuda a crisis humanitarias como la que ahora recorre Kenia es claramente una buena idea, pero darle un empujón a los escritores africanos me parece, más que un socorro, una humillación completa. Lo que digo: siempre que me formo una opinión, viene a desbaratármela el encuentro con un amigo o con un pasaje, o conmigo mismo. Prefiero entonces, en muchas materias, andar como Enesidemo, “con el juicio en suspenso”.

Pero una nueva referencia en el periódico de ayer a las políticas que el gobierno chino está emprendiendo con motivo del Juegos Olímpicos de este año, que tendrá lugar en ése país, me puso de nuevo a pensar. Para presentar una China civilizada y pulcra, se les prohíbe a los ciudadanos actos tan triviales como, por ejemplo, escupir en la calle. Hace pocos días, además, se inició la expulsión de trabajadores ambulantes, en su mayoría trabajadores desplazados por la nueva estructura laboral en que el país se embarco, de las calles de la capital.

Esto me hace pensar una vez más como el discurso que recorre los foros del mundo y la retórica de la política internacional es una farsa. No me sorprende, claro; tan sólo me lo confirma. Lo que me preocupa aquí no es que sea una cultura imponiéndose a otra, que justifica su superioridad con las armas; sino que es el desde el interior de una cultura, desde su gobierno mismo, quien somete a sus ciudadanos; quien les llama salvajes y les arranca el sencillo pero fundamental derecho a escupir en la calle donde y cuando sea que se les antoje, aun si el esputo cae en el mismo rostro de un turista cualquiera.

sábado, 5 de enero de 2008

Una de carreras

El mexicano Alberto Chimal convoca mensualmente, en su blog Las historias, a un concurso de microficción. El punto de la competencia es realizar un breve relato que tenga como motivo una sola imagen. Para iniciar este año, Chimal ha elegido la fotografía que preside esta entrada. Mi historia, abajo, ya está en la línea de inicio, esperando el pistoletazo para echar la carrera. Disculpen si el resultado es, sobre todo, miserable.


Poco a poco, inexplicablemente, su cuerpo se había ido extinguiendo. Primero el tono de la piel palideció como si nunca el sol las hubiera besado, pero luego, preocupantemente, adquirieron la transparencia primitiva de las amebas. En un principio, cuando percibió primero el trastorno en los dedos de sus pies, pensó que era una alergia temporal, y se aplicó apenas una pomada rosada que encontró al interior de su buró. Procuró, además, utilizar calcetas de tejido grueso y oscuro para impedir situaciones incómodas en la oficina o en el camión que recorría, de principio a fin, Nomaders Avenue, de vuelta a casa. Así, con indiferencia frágil, estuvo por algunos días. Pero sucumbió al terror cuando días después, al regresar del trabajo, desvistiéndose para ponerse la pijama y dormir, descubrió que sus pies eran ya completamente transparentes. Claro que los sentía, podía trazar su perímetro delicado con las yemas, pero simplemente ya no veia nada debajo de los tobillos. Corrió a su escritorio, abrió su laptop, y busco ávidamente en Internet, pero nada. Incluso se sintió tentada a hablar con alguien, pero, ¿a quién? Y ¿qué decirles? Pensó en un médico, en el hospital del municipio, pero concluyo que era ridículo. Qué les voy a decir, pensó, acariciándose sus invisibles extremidades y quedándose dormida sobre sus sábanas amarillas.

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El achaque no sólo no cedió, sino que al paso de las semanas se extendió y aun multiplico sus víctimas. En algunos meses, la palidez del principio recorrió su existencia con la velocidad cruel de los asedios y, sin embargo, Linda, aprendió a soportarla y, todavía, a aceptarla. A la vez, cobró conciencia de que cada cosa que sometiera a su tacto, sufría consecuencias paralelas a las de su cuerpo. De esta forma, todo su departamento, sus aditamentos y adornos, perdieron sus tonos originales y se redujeron todos a un mismo blanco. Decidió, así, cesar relaciones con el exterior, pero procuró dar siempre excusas plausibles para que nadie sospechase y la molestase en su departamento, donde permanecería recluida hasta el fin, como se dijo solemnemente la última noche que pasó fuera.

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En las última semanas, desesperada, había ingerido las últimas provisiones del botiquín que se albergaba detrás del espejo del tocador del baño. Pero, después de una racha insufrible de temblores fríos y vómitos, regresó a la templanza anterior. El último día, que se anunciaba violentamente en el rayo de sangre que, visible por la transparencia, pendía de su brazo derecho, decidió pasarlo con valor. Se encerró en el cuarto que antes había sido su recámara, totalmente blanco ya, y esperar, sin agitación alguna, la culminación.
En la espera se había quedado dormida. Cuando despertó vio la luz , no supo si de la mañana o del hiriente mediodía, iluminar su cuarto y, después de despabilarse, notó, con sorpresa confusa, que las puertas de su cuarto y también del departamento estaban abiertas. Escuchó, en lo que antes había sido su sala, la voz de la vecina del departamento de al lado. Pero no alcanzaba a descifrar sus palabras, aun si detenía por momentos su respiración para escuchar mejor. Poco a poco, se compuso del suelo y salió del cuarto, sin siquiera percatarse de los cambios terminales que en la noche se habían operado en ella. Cuando salió, vio a la vecina hablando con un policía, de estatura corta y menudo, que apuntaba rigurosamente en una libreta lo que ésta decía. “Hace meses, señor, que no sale. Nadie la ha visto desde entonces, y, cuando alguien toca a su puerta, contesta detrás de la puerta, pero no abre. No abre, señor.” El oficial, ceñudo, preguntó por los apellidos de la desaparecida y ella, Lidia, sin pensarlo, gritó que ahí estaba. “¿Por qué no me lo pregunta a mí?”, insistió, con los ojos clavados en la vecina. El oficial y la vecina voltearon, desconcertados, como si miraran el vacío. Se vieron entre sí por unos breves segundos y cada uno empezó a recorrer las distintas habitaciones. Fue ahí cuando lo recordó todo y, antes de que éstos salieran de nuevo a la sala, salió presurosa del departamento y se perdió en las escaleras.

jueves, 3 de enero de 2008

Biblioteca como elefante

Una de mis más grandes ilusiones es la de formar al paso del tiempo una biblioteca enorme y viva, como elefante. Por ahora, mis libros no tienen ninguna ubicación especial; los que compro van extendiendo su imperio por todos los rincones de mi cuarto y aun por los dos pisos de la casa, sin ningún concierto. Algunos aparecen en el cuarto de baño, y aun otros se asoman detrás de la televisión o del estéreo en la recámara de mi hermana. Aun así, tengo la idea de un día honrarles con un cuarto propio. Al principio, mi proyecto era vago, y me perdí en la adquisición (“comprar” o “robar” serían verbos mezquinos e injustos) de ediciones tiñosas que ahora se despedazan en mis manos si acaso me atrevo a tocarlas. He comprendido, sin embargo, que lo mejor es ahorrar y gastar en unos pocos y valiosos libros. En esta segunda fase, mis abrevaderos han sido las hermosas y densas ediciones de la editorial Acantilado, las multicolores y festivas de Siruela, y las no por sobrias menos estimables de la legendaria Gredos, la del ciervo dorado en el lomo. Así, la velocidad de mi biblioteca es la de los caracoles, pero confío felizmente en que el tiempo premie su rigor.

No sé precisamente porque quiero un espacio especial para mis libros; nunca he tenido uno, y de todos modos he disfrutado leyendo en la fiesta del transporte público o encaramado en los sillones de la sala. Me gusta preciarme de no ser, al menos en este respecto, quisquilloso, y me gusta creer que soy fiel al ejemplo de Plinio, quien, disponiendo de un estudio y biblioteca justo encima de un complejo de baños públicos, de donde sobra decir que surgían incontables chapotazos y gritos, continuaba de buen grado y sin disminuirla en un solo ápice, la actividad lectora. Concluyo entonces que fue la lectura de un artículo que reseña un libro reciente de Alberto Manguel (“Leer será en el futuro un acto de rebeldía”, en El País), La librería de noche (Alianza), donde se tratan las infinitas formas de las bibliotecas (de la imponente Biblioteca de Alejandría del siglo III a.C., hasta los borricos pero ambulantes biblioburros de Colombia), la que me ha despertado el hambre por la bizarra y prodigiosa intimidad de las bibliotecas privadas, sólo equiparable a la que podría dar un laberinto que, en lugar de extraviarnos, se nos somete dulcemente como residencia y espacio propio.

El espacio de Alberto Manguel es un buen ejemplo de lo que digo: “se llama Le Presbytère y está situado en Mondion, un pueblecito cerca de la ciudad francesa de Poitiers, encaramado en una colina al sur del Loira. Lo que Manguel encontró en esta antigua propiedad de la Iglesia, que perdió sus posesiones después de la Revolución Francesa, era apenas un muro que la separaba de la propiedad colindante. Hoy es una magnífica nave construida en piedra arenisca, contigua a la cual está la propia vivienda del escritor que queda adosada a los muros con vidrieras de la iglesia del siglo XV. Nada más entrar se aprecia que se trata de la biblioteca de un romántico. Salpicados de detalles y complicidades personales, los anaqueles de la biblioteca se distribuyen en dos pisos. El escritor trabaja en el de arriba, asomado a una vista envidiable sobre su jardín: una amplia pradera con abedules, abetos y pinos de diferentes especies. Manguel hace notar cómo se oye el silencio. Y es cierto que en este lugar épico, en cuyo horizonte próximo se encuentran las tumbas de Leonor de Aquitania y de Ricardo Corazón de León, algo hay de esa cualidad de ultratumba.”

Liga: http://www.elpais.com/articulo/cultura/Leer/sera/futuro/acto/rebeldia/elpepucul/20070113elpepicul_3/Tes

martes, 1 de enero de 2008

Pequeña cosmologia

Pensé que podríamos aprovechar las peculiaridades de la luz, que si es rápida, de todos modos llega retrasada a lugares suficientemente distantes; de modo que la luz de un evento que tiene lugar en, digamos A, pudiera ser visto a millones y millones de kilómetros, digamos, en B, algún tiempo después. Para ver el pasado, cualquier punto de la Historia, podríamos alejarnos lo suficiente, realizar viajes interplanetarios quizá, para poder vislumbrar a Platón deambulando por Atenas, riendo a carcajadas después de caer al piso al tropezar con su larga sotana. Parados en Venus o en Plutón, lo que haga falta, podríamos ver a Napoleón Bonaparte resbalar de su caballo cuando aprendió a cabalgar, adolescente apenas, o acostado en el interior de su tienda de campaña, iluminado por una vela a punto de extinguirse, redactando su diario, quizá su Código.

Claro que lo que veríamos no sería real, quiero decir, no podríamos inclinarnos hacia el negro espacio, fijando bien los pies en un cráter para no caer, e intentar tocar con la punta del dedo el sombrero pirata de Barbaroja, porque lo que percibiríamos serían más bien fantasmas de luz, alegorías de algo que fue, y que se descompondrían en un polvo como talco a cualquier atisbo de tacto. Habría muchos pormenores para llevar a cabo esta aventura, pero para eso existen los físicos y los cosmólogos. Pensé sobre todo, como consejero técnico, en Stephen Hawking, pataleando como un niño en su silla motorizada mientras le contaba la idea, respondiéndome con su voz ronca de robot, y felicitándome con una palmada en la espalda. Pero mi digresión se interrumpió. Papá me llamaba: era hora del pastel y el cumpleañero (11 octubres bien cumplidos) no podía, por ningún motivo, faltar.