domingo, 18 de mayo de 2008

Fragmento 1

Después de siete años de continuo y agotador esfuerzo, el trabajador que colocó el último bloque de mármol del Palacio del Lago Black, Johnson Allison, apurado como estaba por los gritos de su jefe el maestro albañil, cruzó las galerías, pasillos y escaleras sin detenerse a mirar la espléndida obra de neoimperalismo alemán que junto con sus compañeros había edificado. En realidad, no era el único, ni uno sólo de los involucrados, afanados en su tareas particulares, el laminado del piso, la lija de los detalles de madera, la instalación de grandes arañas de cristal en lo alto del techo, había observado el lugar como una totalidad, sino como pedazos de un espejo. Mientras sus pasos producían largos ecos entre las salas pensó, eso sí, aunque a la velocidad de un suspiro, en la facilidad con que podría perderse cualquiera en la estructura casi laberíntica de la construcción. Cuatro días después, el Infante de Numbsbell, quien encargó la obra, quiso verificar a detalle el lugar que pronto albergaría la celebración de su cumpleaños número setenta y dos. Viajaron con él su asistente particular, el reservado y oscuro Michael Wallace, y su mastín Drake. En la glorieta al frente del Palacio, mientras el cielo de la tarde se volvía rápidamente más azulado, desplazando las alargadas nubes rojas y doradas del cielo, los esperaba el responsable de la obra, el señor Douglas. Junto con él, estaba el maestro albañil y unos cuantos miembros del personal, arreglados todos en un venerable semicírculo.
Al bajar de la carroza, el Infante saludó al señor Douglas con visible irritación y, seguido por el mastín, pasó de largo sin ni siquiera mirar a ningún otro de los presentes en la entrada del Palacio. Intentó abrir la enorme puerta de doble hoja pero la encontró cerrada. Rápidamente el señor Douglas extrajo un par de pesadas llaves doradas de su bolsillo e hizo una reverencia ante Su Majestad a manera de disculpa. No es necesario, les dijo el Infante con la palma de la mano izquierda en alto, cuando Douglas y Wallace avanzaron tras de él, como en gesto de acompañarle. Ambos salieron en silencio. Dentro, gracias a las grandes mantas de gruesa tela sobre las ventanas y también por efecto del cielo, la oscuridad se extendía por casi la totalidad de las salas, rasguñadas apenas por algunos haces de luz. Al prender la antorcha que Douglas le había entregado, vio el delgado y reluciente cuerpo de Drake paseándose por la sala a unos pocos metros de distancia. Lo llamó por su nombre y continuó haciéndolo hasta que pudo poner su mano detrás de las orejas del animal. Ahora te necesito conmigo, amigo, le dijo, y comenzaron a caminar por los enormes salones del lugar. Se detuvieron frente a las pinturas de Cintail en el cuarto de dibujo en las que figuraban escenas de caza; en la biblioteca, donde el Infante intentó subir al segundo y al tercer piso, pero descubrió que la escalera seguía resguardada por una delgada cadena, y en el comedor, donde una gran mesa para cuarenta o cincuenta personas relucía a pesar de la cada vez más escasa luz. Ahí tomó asiento, como un comensal fantasma en la oscuridad, y fijó la mirada en el ventanal que se levantaba desde el piso hasta el techo y por el que fluía una lenta luz rosada junto con un silencio tranquilo. Sintió un repentino miedo, pero su corazón empezó a latir más lentamente cuando pensó en sus acompañantes en la entrada del lugar. De pronto, sin embargo, Drake empezó a ladrar a la negrura del otro cuarto. Silencio, Drake, le dijo sin levantar la voz y con la cabeza ligeramente reclinada hacia atrás. Pero el perro continuó. El Infante se levantó con la intención de tomar a Drake por el collar y callarlo, pero cuando se acercaba a él éste se infiltró en la oscuridad del cuarto lateral. Quiso seguirlo, pero tuvo que ir primero por la antorcha que había dejado en la puerta de entrada del salón. Cuando finalmente llegó al otro cuarto no encontró a Drake ni escuchó algún otro ladrido. Por varios minutos, que le parecieron horas, el Infante se paseó por los pasillos y salas. Al principio se mantuvo en silencio y buscó pacientemente al animal. Pero pronto comenzó a llamar a Drake, y al fracasar, a Wallace, para luego simplemente exigir la presencia de cualquiera.
Al sentirse perdido y desatendido comenzó a encolerizarse, pero continuó caminando. Constantemente tropezaba con los muebles de los salones y al paso del tiempo terminó por perder por completo la dirección. No sabía más donde estaba. El cielo parecía tornarse más negro, como empapado de tinta; al punto de que cuando se extinguió la antorcha y colocó su mano frente a él, le fue imposible verla. Con el miedo encima, se la palpó con la otra mano y la pellizcó por uno o dos minutos. También se acercó a un espejo que había visto al lado de la entrada al cuarto, pero la ráfaga fría y metálica que sintió en sus yemas al contacto, lo hizo salir de ahí. Pronto se sintió agotado y decidió, después de quitarse la espada del cinto y recargarla en el piso, tenderse en un diván. Con las manos encima de su pecho, cerró los ojos con fuerza e intento dormir. Esa noche no soñó nada, o más precisamente, no recordó haber soñado nada.
A la mañana siguiente un sonido ligero pero rápido lo despertó. No tomó su espada, sin embargo. Solamente se incorporó y observó la sala. Era Drake. Corría por el lugar con un cojín de encajes dorados entre los dientes. El lo llamó por su nombre y lo tomó entre las manos. Juntos recorrieron en silencio el camino del día anterior. Fuera no había más nadie esperándolos.

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