lunes, 7 de enero de 2008

Cronica de un encontronazo

Cuando comencé a leer, el azar dictó mis primeras elecciones. Al pasear por la librería El Sótano, mi única luz era la apariencia del libro, sus atributos sensuales; sus dimensiones, las imágenes y colores de la portada, el cuerpo del papel y, no menos importante, su perfume casi aire. Así, sin mayor guía, mis lecturas, es casi previsible, gozaron de diversas fortunas. Mis primeros dos libros fueron la desgraciada filosofía de autoayuda disfrazada de novela que es La playa de los sueños, y la aun hoy conmovedora edición de Alfaguara del libro que catapultó a Vargas Llosa a la fama en aquellos atropellados años del boom; hablo, claro, de La ciudad y los perros. Sobre la primera basta decir que fue incinerada, junto con otros deplorables textos, una tarde nublada de domingo en mi azotea. En cambio, el libro de Vargas Llosa, cuya brillo, lo sé, se debe a la ilusión de la distancia y el tiempo más que a los hechos, fue el primero que me hizo sentir que pasar la última página podía llegar a adquirir el peso emocional de una despedida en el aeropuerto.

Este primer apunte me ha desviado de mi primera intención al sentarme a escribir, pero también me ha servido para dejar en claro la torpeza con que desde el inicio me he acercado a los libros y así dar un brinco a los momentos, en que la impericia para nada había cedido, en que entré en contacto con aquellos que escribió el francés Michel Foucault, motivo original de la entrada. (Y es que recuerdo todavía que para lograr que los libreros me entregaran lo que había pedido, tuve que andar un penoso camino de purificación que comenzó con el barbárico fucólt, pasando por el apenas más civilizado fucól, hasta llegar a un pulidísimo fucó; aun ahora se me aparecen claramente los ojos estupefactos de los dependientes que en verdad no entendían, y aquellos, engreídos y socarrones, que me observaban desde la pomposa altura de una Licenciatura en Filosofía.)

Pero el purgatorio valió la pena. Cuando entré a Las palabras y las cosas o a La arqueología del saber, sentí, por primera vez, que mi pequeño mundo se zarandeaba. Fue extraño; más chico había leído, en mi preadolescencia “roja” en que llegué a portar con orgullo una estrella roja sobre mi atavío, y para humor de mis tíos, Las cinco tesis filosóficas de Mao Zedung, y entonces ya me habían advertido que una lectura “así” podía causarme “problemas”, que por indefinidos parecían atroces; pero no había sentido nada, ni un escalofrío ni nada. Fue solo cuando recorrí los libros de este calvo fabuloso que sentí el auténtico temblor de la duda. Por supuesto que mis lecturas fueron más revueltas y tramposas que cabales y cuidadosas; de hecho, nunca pude leer en orden los textos, siempre, como con el resto de la filosofía continental de su generación, el filósofo francés, sañosamente, creo, interponía en el camino un oscuro término que tumbaba mi carrera (y que, sin embargo, conservaba el halo prodigioso de las piezas de arqueología). Pero esto sólo encendía más mi ánimo: leí innumerables monografías en la red y compraba todo libro que portara su nombre, tan sólo para poder entender al menos un renglón más. Incluso hacia minuciosos apuntes de estas excursiones, mapas de una selva demasiado honda y oscura pero también sobradamente seductora como para abandonarla, aún cuando en ese mismo momento la Biología y la Química amenazaban mi misma supervivencia en la preparatoria.

Así, con el paso del tiempo, Foucault se volvió en eso que desde entonces he querido eliminar de mi experiencia: una Presencia, un Ídolo (que, vale anotar, es una de los vicios de nuestra civilización que el francés combatió con el máximo vigor). En la lectura voraz de sus biografías (entre las cuales la de Didier Eribon, por Anagrama, destacó) adquirí la enfermedad del que se divierte contando la anécdota del Foucault joven que conducía su pomposo Jaguar, disfrazado de chofer, llevando de paseos de compra a sus amigas, o que se contenta con discutir apenas los fragmentos infértiles por escandalosos de su pensamiento, pero que desconoce las fuentes y evolución mismas de la literatura o autor del que es devoto. De esta forma transcurrió mi año diecisiete de existencia, que se vio plagado por panegíricos monstruosos para cualquiera que se dignara a escucharme. Al final, sin embargo, como una ola que se arrastra de vuelta al océano, los mismos azares que me condujeron a sus libros me llevaron a otros parajes y la memoria del filósofo adquirió la pesada ausencia de los fantasmas.

A la distancia, soy menos severo; juzgo que el supuesto daño que en la honestidad y rigor de mi curiosidad causó el encuentro con el filósofo, es tan sólo eso, un supuesto. Con temor a rozar el empalagoso fantasma de la cursilería, diré que sus lecciones cambiaron mi manera de entender eso que ampulosamente llamo “mi mundo”; desde la forma en que hay que poner en duda proposiciones que suponemos válidas desde siempre y porque sí (piénsese, por ejemplo, en la Ciencia), hasta el cobrar conciencia de que la Verdad no es una esencia, la misma para todos y cada uno de los hombres, que se desentierra de las arenas negras del Universo a pura fuerza de constancia y lucidez, sino que, muy al contrario, la Verdad en realidad son varias y particulares verdades, siempre construidas socialmente, y válidas solo para puntos bien localizados en la trama del espacio y del tiempo.

Claro que muchas de la riquezas con las que me quede tras la lectura del filósofo fueron mucho más vastas y aun sutiles de las que aquí podría señalar. (Y es que la influencia que un autor tiene sobre sus lectores se mide más por la energía y el rigor con que los hace reaccionar ante sus propios textos y proposiciones, que por la fidelidad y comunión que con ellos mantiene.) Sin embargo, con alguna injusticia, creo poder resumir su mayor obsequio en la ejemplar invitación a eso que Nietzche dio en llamar “el arte de la desconfianza”, esto es, andarse por el mundo con auténtico escepticismo; no sé si para suspender el juicio, como quería Pirrón de Elís, o para mejor conocer, como quería Sócrates.

***


He escrito, con mucho, más de lo que pretendía cuando comencé la entrada. Apenas quería invitar al artículo ayer aparecido en el suplemento cultural del periódico mexicano La Jornada en que se comenta uno de los encuentros intelectuales más legendarios del siglo pasado: aquel entre el lingüista estadounidense Noam Chomsky y el francés que aquí nos ha ocupado, y he terminado con un personal y pequeño panegírico (uno más) a un encontrón afortunado. La reunión de estos dos filósofos en la Escuela Superior de Tecnología de Eindhoven (Holanda) ha tenido tal resonancia para el debate filosófico contemporáneo que ya se ha visto trascrito y publicado varias veces en inglés, y ahora se hace lo propio en español. Además, vale la pena recordar que el video del encuentro se puede ver por el acervo infinito de Youtube.


El artículo: http://www.jornada.unam.mx/2008/01/06/sem-rafael.html

1 comentario:

Anónimo dijo...

Te felicito. Leí la primera versión de este post en la tarde, y con los ligeros arreglos, esta segunda ha quedado fantástica.