domingo, 18 de mayo de 2008

Fragmento 3

Al momento de salir no encontró las llaves. Tenía ya treinta minutos de retraso. Aventó el maletín y el saco sobre el sofá de la sala y comenzó a buscar. Primero en su cuarto; debajo de la cama, detrás de la televisión y de los libros. Nada. Siguió con el cuarto al final del pasillo que nadie ocupaba pero en el que dormía con la televisión prendida siempre que se sentía sólo. El llavero estaba en el centro de ese cementerio de colillas, envoltorios de panecillos y botellas de cerveza de cristal oscuro que yacía bajo su cama. Lo tomó y bajo corriendo hacia el carro. Lo encendió y sintió la tranquila vibración del motor eléctrico. Le complació. Ajustó el retrovisor, se arregló el fleco que danzaba sobre su frente, y salió a la Avenida Lorenz. Viajo así por otros treinta minutos, hasta que llego a la intersección de las calles Pambrock y Hugh. El semáforo estaba en rojo. Con el pie en el freno redujo la velocidad lentamente y finalmente se detuvo por completo. Miró a los autos a sus lados. A su izquierda había un pequeño y curvo auto verde pistache. Al volante estaba una mujer en sus treinta, de cabellos rubios y secos, piel blanca y facciones angulosas, que pasaba un pañuelo sobre la breve boca de una niña de dos o tres años en el asiento del copiloto. Le limpiaba un jugo rojo de las comisuras. Al inclinar la vista, descubrió la paleta de hielo que colgaba de la carnosa mano derecha de la niña. Sonrió.
Cuando volteó hacia el otro lado, vio a un hombre joven mirando fijamente la parte posterior de su automóvil. Cerca del tanque de gasolina. Casi inmediatamente el joven dirigió su mirada a Carlos. Tenía una expresión de enojo y consternación profunda. Carlos al principio no prestó atención y checo si el semáforo seguía en rojo. Así era. Pero la pesadez de la mirada lo hizo voltear de nuevo. Con los nudillos tocó el cristal del otro asiento de su auto. Pensó que el joven respondería con cierta hostilidad. En cambio, éste se volteó y fijo su mirada hacia el frente. Sin pestañear. Ignorándolo.
En un instante una brusca vibración recorrió todo el auto. Las agujas del tablero primero empezaron a oscilar sin dirección, hasta que todas, incluida la del tacómetro, señalaron el más alto punto de sus respectivos ciclos. La temperatura subió rápidamente al punto de que Carlos tuvo que soltar de golpe el volante. La agitación del auto se intensificó. Tanto, que de pronto imagino que el auto se elevaría hacia el cielo como un géiser. De pronto supo que todo estaba perdido. Esa certeza le provino de algún lugar olvidado en su corazón. En sus últimos segundos no pensó en su madre o en su hermano (recientemente fallecido), ni en la forma en que el resto de los conductores que, a pesar de haber cambiado el semáforo a la luz verde, no habían avanzado y lo observaban con absoluta angustia. Lo único que ocupó su mente en ese instante final fue la imagen de la línea de ensamblaje donde se había armado su auto. Imagino la gran bóveda de la compañía automotriz que albergaba los cientos de robots que en una lluvia de chispas azules y naranjas fundían las puertas y los asientos al resto del armazón. Mientras las llamas provenientes del fondo de su automóvil avanzaban hacia el frente y la gente a los lados de la calle le gritaba que bajara del auto, no sintió temor. Cerro los ojos y pensó en el único trabajador involucrado en la fabricación del auto donde moriría. Una oleada de empatía lo recorrió. Dio una larga aspiración y soltó el aire. Esa fue la última porción de mundo que su cuerpo percibió.

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