lunes, 7 de enero de 2008

Confesion

Borges, entendido en muchos quehaceres, especialmente en los humanos, dijo: “Todo es más grato en el recuerdo, hasta la humillación”. A mí me convence esta máxima; aun más, la creo. Mi pasado es mi mejor posesión y siempre que lo recorro me encuentro con lugares felices (pero soy consciente de que, de todos modos, seguro hay fantasmas escondidos por sus laberintos).

En días como hoy, en que lo paso deambulando por los dos pisos de la casa, buscando algo que siempre soy incapaz de recordar en el momento preciso; pellizcando fruslerías en la cocina; esperando a que mi familia abandone la casa para poder encender un cigarro, me acuesto en la cama y me pongo a recordar… Una salida de noche en el verano pasado: salí con D. y le prometí llevarla a escuchar jazz, pero la revista de donde extraje los lugares que podíamos visitar tenía seis meses de publicada y, si se toma en cuenta que los centros nocturnos en México tienen existencias más bien efímeras, se entenderá porque esa noche recorrimos en vano toda la ciudad, descubriendo que ninguno de los sitios seguía con vida. La travesía fue dolorosa para mí. Con intenciones de conquista, el fracaso no me ayudo en nada. Además, que nos acompañará, en su pequeño auto plateado, una amiga de ella, aumentaba la tensión.

De todos modos la noche tomó buen cause cuando dimos por perdida la ocasión de escuchar música y, en cambio, nos metimos a un pequeño restaurante a tomar, ellas, martinis de manzana y, yo, cervezas frías. Platicamos largo y tendido dos o tres horas mientras la provisión de cigarros disminuía. De hecho, hacía asaz frío -todavía recuerdo como se me partían los labios, y como los humedecía con pequeños tragos a mi botella marrón. Poco a poco nos fuimos quedando solos en las mesas apostadas sobre la calle. Las luces del lugar fueron desvaneciéndose y las meseras empezaron a contar su propina sobre la barra. Pensé que se enojarían porque les impedíamos irse a casa, y, todavía más, que nos lo harían saber de alguna u otra forma. Sin embargo, una de ellas se acerco, pidió un cigarro, más para cambiar algunas palabras con nosotros y amistarse, algo, que por el mismo cigarro.

Esa noche descubrí que el amor puede ser un buen lugar para perderse de uno mismo. En la mesa del bar confesé que el amor, en los últimos meses, se había vuelto para mí una adicción; el mayor afán de mi vida. Amando a otro creí exhibir una virtud prócer: “no me preocupo por mí mismo, me preocupo por quien amo”. La amiga de D., recordando a Baudaliere, señaló que lo que yo hacia era escapar de mí. La conversación que siguió lo hizo sólo a la sombra de esa nota. No me molesto, al contrario, me despabiló de un letargo.

La memoria, como el amor, es un territorio para perderse. De eso me doy también cuenta.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

"El amor puede ser un buen lugar para perderse de uno mismo".

Wow!, qué frase! (déjame la apunto).

elena dijo...

Es curioso detectar, en la lengua que compartimos, aquellas palabras que se usan más allá que acá, y que le dan musicalidad a tu relato: fruslerías / auto / platicamos / asaz / meseras / amistarse / afán /prócer. Te leo y parece que te estoy oyendo.