domingo, 27 de enero de 2008

sábado, 26 de enero de 2008

Noche de martes, noche de miercoles

A veces en una conversación se cruza una frontera invisible y prodigiosa. El mundo entero lo sabe porque cada uno de nosotros ha probado el goce elemental de cuando se cambian palabras sazonadas con auténtica emoción. Tanto así que incluso hemos cultivado lugares propicios para el suceso: cafés, cenas a la luz de las velas, yates flotando en el corazón del océano, cantinas a media noche con más meseros que comensales… Las parejas y los amigos se dan cita allí, en esos lugares, albergando esperanzas enormes en el corazón, pero no siempre encuentran lo buscado. Más bien es usual lo contrario.

Y es que el sólo lugar, el espacio no es la llave; no importa con cuantos manteles se cubra o con cuantas velas se alumbre. Lo cierto es que el límite entre un cambio burdo de palabras y una verdadera plática, burla la geografía material y, por tanto, su misterio es inasequible, al menos mediante la sola cartografía convencional y las brújulas de entraña magnética.

Aun diría más sobre este límite: su misterio es inasequible, a secas. Con la lluvia, comparte su propiedad más genuina: lo impredecible. Tanto para el meteorólogo como para el amante o el amigo, el aluvión y el trance conversacional siempre salen de la niebla. Por eso mismo es más vertiginosa la migración. Pero no por eso su misterio es oscuro como el de la tormenta; al contrario, es extraordinario como el de la espiral.

Cuándo o con quién vamos a poner el pie en la otra región, no se sabe. Por lo general, el momento justo del cruce no es percibido por los conversadores. Como con las inyecciones, la aguja nos ingresa cuando tenemos los ojos cerrados y el primer vértigo ya se disipa. Nos entregamos entonces al salto, aun sin línea de seguridad. De pronto, narrar el fuego, el noble y el enfermo, que cruza nuestro corazón no parece un acto impúdico y debilitante; en cambio nos aligera el mundo, nos sentimos menos, bastante menos, solos. En nuestra conciencia se borra el mundo y frente a nosotros brilla un solo elemento: el otro, el otro que escucha, y el corazón se alivia.

***


Alguna noche de la semana anterior anduve por esa plaza que a la memoria no se le olvida, aunque no la recuerde. Una amiga, que espero al menos intuya que es a ella a quien me refiero, me acompañó. A ella, pero también a unos pocos otros, quiero dejarle estos párrafos groseros.

sábado, 19 de enero de 2008

En clave autobiografica

"¿Y qué quedaría de mí, preguntó Pereria, yo soy lo que soy, con mis recuerdos, con mi vida pasada, la memoria de Coimbra y de mi mujer, una vida transcurrida como cronista de un gran periódico, ¿qué quedaría de mí? La elaboración del luto, dijo el doctor Cardoso, es una expresión freudiana, perdóneme, soy sincrético, y he pescado un poco de aquí, otro poco de allá, pero usted necesita elaborar el luto, necesita decir adiós a su vida pasada, necesita vivir en el presente, un hombre no puede vivir como usted, señor Pereria, pensando sólo en el pasado. ¿Y mis recuerdos?, preguntó Pereira, ¿y todo lo que he vivido? Serían tan sólo memoria, respondió el doctor Cardoso, y no invadirían de forma tan avasalladora su presente, usted vive proyectado en el pasado, usted está aquí como si estuviera en Coimbra hace treinta años y su mujer estuviera todavía viva, si continúa así acabará convirtiéndose es una especie de fetichista de sus recuerdos, quizás se pondrá a hablar con la fotografía de su esposa. Pereria se limpió la boca con la servilleta, bajó el tono de voz y dijo: Ya lo hago, doctor Cardoso. El doctor Cardoso sonrió."


Antonio Tabucchi (Vecchiano, 1943) en Sostiene Pereira

lunes, 7 de enero de 2008

Los Diarios de Elizondo

Ultima entrada de hoy, lo prometo. Aunque esta es la tercera del día, el motivo, la publicación de los Diarios inéditos del más enigmático y fino de los escritores de la fecunda “generación del 32” de México en la revista de literatura Letras Libres, merece, ahora sí, la pena. Salvador Elizondo, que escribió dos de los libros clave de la literatura de mi país, Farabeuf y Elsinore, escribió, a mano, con valentía y tesón, una serie de cuadernos que registraron el acontecer de su vida desde que contaba con quince años (1945) y que relatan sus múltiples travesías vitales; manuscritos que sólo se vieron impedidos por la muerte del autor en el año 2005, cuando la escritura ya le era una obsesión.

Aunque en entrevista el escritor ya había anunciado la publicación póstuma de sus diarios, esto no sucedería, según dijo en el momento, antes de veinte años de transcurrida su muerte. Sin embargo, la viuda de Elizondo, Paulina Lavista, ha comenzado, desde el primer número de este año de la mentada revista, la publicación dosificada pero valiosa de los manuscritos, que registran la experiencia del autor en Lake Elsinore, en Ottawa, y de sus primeros amores.

Hay que tener claro que la atención a esta dimensión de la obra de Elizondo no es un acto morboso. Para el autor de Teoría del infierno, junto con Baltasar Gracián, la vida era perpetua conversación. Primero se conservaba con los otros; luego, como también quería Quevedo, con los difuntos, esto es, con los libros. En las postrimerías de la vida, sin embargo, se entabla uno de los más valiosos diálogos, aquel en que el interlocutor es uno mismo. La publicación de los diarios de Elizondo nos permitirán seguir fielmente esta última gran conversación. En las páginas de los diarios podremos recorrer los fecundos paseos del autor por avenidas tan diversas pero tan colindantes como son la tauromaquia, el amor, el alcohol, y la incesante búsqueda por la belleza, la sabiduría, y, por qué no, la verdad. En medio de la accidentada ortografía y el primero y rudo inglés de un Elizondo de quince años, alcanzaremos a ver la trayectoria de una estética que prosperó hasta la absoluta belleza.



La obsesión de Elizondo por la escritura es admirable; conocer las íntimas elucubraciones de este autor fundamental para nuestra literatura, es prodigioso.

Confesion

Borges, entendido en muchos quehaceres, especialmente en los humanos, dijo: “Todo es más grato en el recuerdo, hasta la humillación”. A mí me convence esta máxima; aun más, la creo. Mi pasado es mi mejor posesión y siempre que lo recorro me encuentro con lugares felices (pero soy consciente de que, de todos modos, seguro hay fantasmas escondidos por sus laberintos).

En días como hoy, en que lo paso deambulando por los dos pisos de la casa, buscando algo que siempre soy incapaz de recordar en el momento preciso; pellizcando fruslerías en la cocina; esperando a que mi familia abandone la casa para poder encender un cigarro, me acuesto en la cama y me pongo a recordar… Una salida de noche en el verano pasado: salí con D. y le prometí llevarla a escuchar jazz, pero la revista de donde extraje los lugares que podíamos visitar tenía seis meses de publicada y, si se toma en cuenta que los centros nocturnos en México tienen existencias más bien efímeras, se entenderá porque esa noche recorrimos en vano toda la ciudad, descubriendo que ninguno de los sitios seguía con vida. La travesía fue dolorosa para mí. Con intenciones de conquista, el fracaso no me ayudo en nada. Además, que nos acompañará, en su pequeño auto plateado, una amiga de ella, aumentaba la tensión.

De todos modos la noche tomó buen cause cuando dimos por perdida la ocasión de escuchar música y, en cambio, nos metimos a un pequeño restaurante a tomar, ellas, martinis de manzana y, yo, cervezas frías. Platicamos largo y tendido dos o tres horas mientras la provisión de cigarros disminuía. De hecho, hacía asaz frío -todavía recuerdo como se me partían los labios, y como los humedecía con pequeños tragos a mi botella marrón. Poco a poco nos fuimos quedando solos en las mesas apostadas sobre la calle. Las luces del lugar fueron desvaneciéndose y las meseras empezaron a contar su propina sobre la barra. Pensé que se enojarían porque les impedíamos irse a casa, y, todavía más, que nos lo harían saber de alguna u otra forma. Sin embargo, una de ellas se acerco, pidió un cigarro, más para cambiar algunas palabras con nosotros y amistarse, algo, que por el mismo cigarro.

Esa noche descubrí que el amor puede ser un buen lugar para perderse de uno mismo. En la mesa del bar confesé que el amor, en los últimos meses, se había vuelto para mí una adicción; el mayor afán de mi vida. Amando a otro creí exhibir una virtud prócer: “no me preocupo por mí mismo, me preocupo por quien amo”. La amiga de D., recordando a Baudaliere, señaló que lo que yo hacia era escapar de mí. La conversación que siguió lo hizo sólo a la sombra de esa nota. No me molesto, al contrario, me despabiló de un letargo.

La memoria, como el amor, es un territorio para perderse. De eso me doy también cuenta.

Cronica de un encontronazo

Cuando comencé a leer, el azar dictó mis primeras elecciones. Al pasear por la librería El Sótano, mi única luz era la apariencia del libro, sus atributos sensuales; sus dimensiones, las imágenes y colores de la portada, el cuerpo del papel y, no menos importante, su perfume casi aire. Así, sin mayor guía, mis lecturas, es casi previsible, gozaron de diversas fortunas. Mis primeros dos libros fueron la desgraciada filosofía de autoayuda disfrazada de novela que es La playa de los sueños, y la aun hoy conmovedora edición de Alfaguara del libro que catapultó a Vargas Llosa a la fama en aquellos atropellados años del boom; hablo, claro, de La ciudad y los perros. Sobre la primera basta decir que fue incinerada, junto con otros deplorables textos, una tarde nublada de domingo en mi azotea. En cambio, el libro de Vargas Llosa, cuya brillo, lo sé, se debe a la ilusión de la distancia y el tiempo más que a los hechos, fue el primero que me hizo sentir que pasar la última página podía llegar a adquirir el peso emocional de una despedida en el aeropuerto.

Este primer apunte me ha desviado de mi primera intención al sentarme a escribir, pero también me ha servido para dejar en claro la torpeza con que desde el inicio me he acercado a los libros y así dar un brinco a los momentos, en que la impericia para nada había cedido, en que entré en contacto con aquellos que escribió el francés Michel Foucault, motivo original de la entrada. (Y es que recuerdo todavía que para lograr que los libreros me entregaran lo que había pedido, tuve que andar un penoso camino de purificación que comenzó con el barbárico fucólt, pasando por el apenas más civilizado fucól, hasta llegar a un pulidísimo fucó; aun ahora se me aparecen claramente los ojos estupefactos de los dependientes que en verdad no entendían, y aquellos, engreídos y socarrones, que me observaban desde la pomposa altura de una Licenciatura en Filosofía.)

Pero el purgatorio valió la pena. Cuando entré a Las palabras y las cosas o a La arqueología del saber, sentí, por primera vez, que mi pequeño mundo se zarandeaba. Fue extraño; más chico había leído, en mi preadolescencia “roja” en que llegué a portar con orgullo una estrella roja sobre mi atavío, y para humor de mis tíos, Las cinco tesis filosóficas de Mao Zedung, y entonces ya me habían advertido que una lectura “así” podía causarme “problemas”, que por indefinidos parecían atroces; pero no había sentido nada, ni un escalofrío ni nada. Fue solo cuando recorrí los libros de este calvo fabuloso que sentí el auténtico temblor de la duda. Por supuesto que mis lecturas fueron más revueltas y tramposas que cabales y cuidadosas; de hecho, nunca pude leer en orden los textos, siempre, como con el resto de la filosofía continental de su generación, el filósofo francés, sañosamente, creo, interponía en el camino un oscuro término que tumbaba mi carrera (y que, sin embargo, conservaba el halo prodigioso de las piezas de arqueología). Pero esto sólo encendía más mi ánimo: leí innumerables monografías en la red y compraba todo libro que portara su nombre, tan sólo para poder entender al menos un renglón más. Incluso hacia minuciosos apuntes de estas excursiones, mapas de una selva demasiado honda y oscura pero también sobradamente seductora como para abandonarla, aún cuando en ese mismo momento la Biología y la Química amenazaban mi misma supervivencia en la preparatoria.

Así, con el paso del tiempo, Foucault se volvió en eso que desde entonces he querido eliminar de mi experiencia: una Presencia, un Ídolo (que, vale anotar, es una de los vicios de nuestra civilización que el francés combatió con el máximo vigor). En la lectura voraz de sus biografías (entre las cuales la de Didier Eribon, por Anagrama, destacó) adquirí la enfermedad del que se divierte contando la anécdota del Foucault joven que conducía su pomposo Jaguar, disfrazado de chofer, llevando de paseos de compra a sus amigas, o que se contenta con discutir apenas los fragmentos infértiles por escandalosos de su pensamiento, pero que desconoce las fuentes y evolución mismas de la literatura o autor del que es devoto. De esta forma transcurrió mi año diecisiete de existencia, que se vio plagado por panegíricos monstruosos para cualquiera que se dignara a escucharme. Al final, sin embargo, como una ola que se arrastra de vuelta al océano, los mismos azares que me condujeron a sus libros me llevaron a otros parajes y la memoria del filósofo adquirió la pesada ausencia de los fantasmas.

A la distancia, soy menos severo; juzgo que el supuesto daño que en la honestidad y rigor de mi curiosidad causó el encuentro con el filósofo, es tan sólo eso, un supuesto. Con temor a rozar el empalagoso fantasma de la cursilería, diré que sus lecciones cambiaron mi manera de entender eso que ampulosamente llamo “mi mundo”; desde la forma en que hay que poner en duda proposiciones que suponemos válidas desde siempre y porque sí (piénsese, por ejemplo, en la Ciencia), hasta el cobrar conciencia de que la Verdad no es una esencia, la misma para todos y cada uno de los hombres, que se desentierra de las arenas negras del Universo a pura fuerza de constancia y lucidez, sino que, muy al contrario, la Verdad en realidad son varias y particulares verdades, siempre construidas socialmente, y válidas solo para puntos bien localizados en la trama del espacio y del tiempo.

Claro que muchas de la riquezas con las que me quede tras la lectura del filósofo fueron mucho más vastas y aun sutiles de las que aquí podría señalar. (Y es que la influencia que un autor tiene sobre sus lectores se mide más por la energía y el rigor con que los hace reaccionar ante sus propios textos y proposiciones, que por la fidelidad y comunión que con ellos mantiene.) Sin embargo, con alguna injusticia, creo poder resumir su mayor obsequio en la ejemplar invitación a eso que Nietzche dio en llamar “el arte de la desconfianza”, esto es, andarse por el mundo con auténtico escepticismo; no sé si para suspender el juicio, como quería Pirrón de Elís, o para mejor conocer, como quería Sócrates.

***


He escrito, con mucho, más de lo que pretendía cuando comencé la entrada. Apenas quería invitar al artículo ayer aparecido en el suplemento cultural del periódico mexicano La Jornada en que se comenta uno de los encuentros intelectuales más legendarios del siglo pasado: aquel entre el lingüista estadounidense Noam Chomsky y el francés que aquí nos ha ocupado, y he terminado con un personal y pequeño panegírico (uno más) a un encontrón afortunado. La reunión de estos dos filósofos en la Escuela Superior de Tecnología de Eindhoven (Holanda) ha tenido tal resonancia para el debate filosófico contemporáneo que ya se ha visto trascrito y publicado varias veces en inglés, y ahora se hace lo propio en español. Además, vale la pena recordar que el video del encuentro se puede ver por el acervo infinito de Youtube.


El artículo: http://www.jornada.unam.mx/2008/01/06/sem-rafael.html

El panda y el balon

El antropólogo Cliford Geertz, hace un cuarto de siglo, hizo una sencilla pero feliz observación para un mundo intelectual entonces rancio: “Las prácticas culturales no pueden entenderse desde el exterior, sin involucrarse. Para entender lo que significa un guiño en la Alta Birmania, hay que descifrarlo desde el interior de esa sociedad; porque un guiño puede significar desde una complicidad hasta un incipiente pero claro acto de seducción”. La teoría multicultural de altos vuelos, que se cultiva y emperifolla en universidades canadienses y europeas, a los ciudadanos de a pie, como sucede siempre, nos es ajena; de todos modos, su prestigio ha dejado secuelas que todos podemos sentir. Es difícil encontrar a alguien que considere propio, lo que sea que eso signifique, insultar o disminuir a alguien por el mero hecho de su raza o geografía natal. En reacción, el crítico literario Harold Bloom ha reprochado al interior de su ámbito, y a veces extendiendo su argumento a la cultura en general, con mala fortuna, el hecho de que las literaturas de las minorías o de las antiguas coloniqw de la Europa imperial, tengan un valor añadido por la sola razón de estar al margen.

Por mi parte, me es difícil pronunciarme. Por supuesto que creo que nadie puede ser discriminado por sus características accidentales, pero reconozco también que en los excesos siempre se pierde; destinar ayuda a crisis humanitarias como la que ahora recorre Kenia es claramente una buena idea, pero darle un empujón a los escritores africanos me parece, más que un socorro, una humillación completa. Lo que digo: siempre que me formo una opinión, viene a desbaratármela el encuentro con un amigo o con un pasaje, o conmigo mismo. Prefiero entonces, en muchas materias, andar como Enesidemo, “con el juicio en suspenso”.

Pero una nueva referencia en el periódico de ayer a las políticas que el gobierno chino está emprendiendo con motivo del Juegos Olímpicos de este año, que tendrá lugar en ése país, me puso de nuevo a pensar. Para presentar una China civilizada y pulcra, se les prohíbe a los ciudadanos actos tan triviales como, por ejemplo, escupir en la calle. Hace pocos días, además, se inició la expulsión de trabajadores ambulantes, en su mayoría trabajadores desplazados por la nueva estructura laboral en que el país se embarco, de las calles de la capital.

Esto me hace pensar una vez más como el discurso que recorre los foros del mundo y la retórica de la política internacional es una farsa. No me sorprende, claro; tan sólo me lo confirma. Lo que me preocupa aquí no es que sea una cultura imponiéndose a otra, que justifica su superioridad con las armas; sino que es el desde el interior de una cultura, desde su gobierno mismo, quien somete a sus ciudadanos; quien les llama salvajes y les arranca el sencillo pero fundamental derecho a escupir en la calle donde y cuando sea que se les antoje, aun si el esputo cae en el mismo rostro de un turista cualquiera.

sábado, 5 de enero de 2008

Una de carreras

El mexicano Alberto Chimal convoca mensualmente, en su blog Las historias, a un concurso de microficción. El punto de la competencia es realizar un breve relato que tenga como motivo una sola imagen. Para iniciar este año, Chimal ha elegido la fotografía que preside esta entrada. Mi historia, abajo, ya está en la línea de inicio, esperando el pistoletazo para echar la carrera. Disculpen si el resultado es, sobre todo, miserable.


Poco a poco, inexplicablemente, su cuerpo se había ido extinguiendo. Primero el tono de la piel palideció como si nunca el sol las hubiera besado, pero luego, preocupantemente, adquirieron la transparencia primitiva de las amebas. En un principio, cuando percibió primero el trastorno en los dedos de sus pies, pensó que era una alergia temporal, y se aplicó apenas una pomada rosada que encontró al interior de su buró. Procuró, además, utilizar calcetas de tejido grueso y oscuro para impedir situaciones incómodas en la oficina o en el camión que recorría, de principio a fin, Nomaders Avenue, de vuelta a casa. Así, con indiferencia frágil, estuvo por algunos días. Pero sucumbió al terror cuando días después, al regresar del trabajo, desvistiéndose para ponerse la pijama y dormir, descubrió que sus pies eran ya completamente transparentes. Claro que los sentía, podía trazar su perímetro delicado con las yemas, pero simplemente ya no veia nada debajo de los tobillos. Corrió a su escritorio, abrió su laptop, y busco ávidamente en Internet, pero nada. Incluso se sintió tentada a hablar con alguien, pero, ¿a quién? Y ¿qué decirles? Pensó en un médico, en el hospital del municipio, pero concluyo que era ridículo. Qué les voy a decir, pensó, acariciándose sus invisibles extremidades y quedándose dormida sobre sus sábanas amarillas.

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El achaque no sólo no cedió, sino que al paso de las semanas se extendió y aun multiplico sus víctimas. En algunos meses, la palidez del principio recorrió su existencia con la velocidad cruel de los asedios y, sin embargo, Linda, aprendió a soportarla y, todavía, a aceptarla. A la vez, cobró conciencia de que cada cosa que sometiera a su tacto, sufría consecuencias paralelas a las de su cuerpo. De esta forma, todo su departamento, sus aditamentos y adornos, perdieron sus tonos originales y se redujeron todos a un mismo blanco. Decidió, así, cesar relaciones con el exterior, pero procuró dar siempre excusas plausibles para que nadie sospechase y la molestase en su departamento, donde permanecería recluida hasta el fin, como se dijo solemnemente la última noche que pasó fuera.

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En las última semanas, desesperada, había ingerido las últimas provisiones del botiquín que se albergaba detrás del espejo del tocador del baño. Pero, después de una racha insufrible de temblores fríos y vómitos, regresó a la templanza anterior. El último día, que se anunciaba violentamente en el rayo de sangre que, visible por la transparencia, pendía de su brazo derecho, decidió pasarlo con valor. Se encerró en el cuarto que antes había sido su recámara, totalmente blanco ya, y esperar, sin agitación alguna, la culminación.
En la espera se había quedado dormida. Cuando despertó vio la luz , no supo si de la mañana o del hiriente mediodía, iluminar su cuarto y, después de despabilarse, notó, con sorpresa confusa, que las puertas de su cuarto y también del departamento estaban abiertas. Escuchó, en lo que antes había sido su sala, la voz de la vecina del departamento de al lado. Pero no alcanzaba a descifrar sus palabras, aun si detenía por momentos su respiración para escuchar mejor. Poco a poco, se compuso del suelo y salió del cuarto, sin siquiera percatarse de los cambios terminales que en la noche se habían operado en ella. Cuando salió, vio a la vecina hablando con un policía, de estatura corta y menudo, que apuntaba rigurosamente en una libreta lo que ésta decía. “Hace meses, señor, que no sale. Nadie la ha visto desde entonces, y, cuando alguien toca a su puerta, contesta detrás de la puerta, pero no abre. No abre, señor.” El oficial, ceñudo, preguntó por los apellidos de la desaparecida y ella, Lidia, sin pensarlo, gritó que ahí estaba. “¿Por qué no me lo pregunta a mí?”, insistió, con los ojos clavados en la vecina. El oficial y la vecina voltearon, desconcertados, como si miraran el vacío. Se vieron entre sí por unos breves segundos y cada uno empezó a recorrer las distintas habitaciones. Fue ahí cuando lo recordó todo y, antes de que éstos salieran de nuevo a la sala, salió presurosa del departamento y se perdió en las escaleras.

jueves, 3 de enero de 2008

Biblioteca como elefante

Una de mis más grandes ilusiones es la de formar al paso del tiempo una biblioteca enorme y viva, como elefante. Por ahora, mis libros no tienen ninguna ubicación especial; los que compro van extendiendo su imperio por todos los rincones de mi cuarto y aun por los dos pisos de la casa, sin ningún concierto. Algunos aparecen en el cuarto de baño, y aun otros se asoman detrás de la televisión o del estéreo en la recámara de mi hermana. Aun así, tengo la idea de un día honrarles con un cuarto propio. Al principio, mi proyecto era vago, y me perdí en la adquisición (“comprar” o “robar” serían verbos mezquinos e injustos) de ediciones tiñosas que ahora se despedazan en mis manos si acaso me atrevo a tocarlas. He comprendido, sin embargo, que lo mejor es ahorrar y gastar en unos pocos y valiosos libros. En esta segunda fase, mis abrevaderos han sido las hermosas y densas ediciones de la editorial Acantilado, las multicolores y festivas de Siruela, y las no por sobrias menos estimables de la legendaria Gredos, la del ciervo dorado en el lomo. Así, la velocidad de mi biblioteca es la de los caracoles, pero confío felizmente en que el tiempo premie su rigor.

No sé precisamente porque quiero un espacio especial para mis libros; nunca he tenido uno, y de todos modos he disfrutado leyendo en la fiesta del transporte público o encaramado en los sillones de la sala. Me gusta preciarme de no ser, al menos en este respecto, quisquilloso, y me gusta creer que soy fiel al ejemplo de Plinio, quien, disponiendo de un estudio y biblioteca justo encima de un complejo de baños públicos, de donde sobra decir que surgían incontables chapotazos y gritos, continuaba de buen grado y sin disminuirla en un solo ápice, la actividad lectora. Concluyo entonces que fue la lectura de un artículo que reseña un libro reciente de Alberto Manguel (“Leer será en el futuro un acto de rebeldía”, en El País), La librería de noche (Alianza), donde se tratan las infinitas formas de las bibliotecas (de la imponente Biblioteca de Alejandría del siglo III a.C., hasta los borricos pero ambulantes biblioburros de Colombia), la que me ha despertado el hambre por la bizarra y prodigiosa intimidad de las bibliotecas privadas, sólo equiparable a la que podría dar un laberinto que, en lugar de extraviarnos, se nos somete dulcemente como residencia y espacio propio.

El espacio de Alberto Manguel es un buen ejemplo de lo que digo: “se llama Le Presbytère y está situado en Mondion, un pueblecito cerca de la ciudad francesa de Poitiers, encaramado en una colina al sur del Loira. Lo que Manguel encontró en esta antigua propiedad de la Iglesia, que perdió sus posesiones después de la Revolución Francesa, era apenas un muro que la separaba de la propiedad colindante. Hoy es una magnífica nave construida en piedra arenisca, contigua a la cual está la propia vivienda del escritor que queda adosada a los muros con vidrieras de la iglesia del siglo XV. Nada más entrar se aprecia que se trata de la biblioteca de un romántico. Salpicados de detalles y complicidades personales, los anaqueles de la biblioteca se distribuyen en dos pisos. El escritor trabaja en el de arriba, asomado a una vista envidiable sobre su jardín: una amplia pradera con abedules, abetos y pinos de diferentes especies. Manguel hace notar cómo se oye el silencio. Y es cierto que en este lugar épico, en cuyo horizonte próximo se encuentran las tumbas de Leonor de Aquitania y de Ricardo Corazón de León, algo hay de esa cualidad de ultratumba.”

Liga: http://www.elpais.com/articulo/cultura/Leer/sera/futuro/acto/rebeldia/elpepucul/20070113elpepicul_3/Tes

martes, 1 de enero de 2008

Pequeña cosmologia

Pensé que podríamos aprovechar las peculiaridades de la luz, que si es rápida, de todos modos llega retrasada a lugares suficientemente distantes; de modo que la luz de un evento que tiene lugar en, digamos A, pudiera ser visto a millones y millones de kilómetros, digamos, en B, algún tiempo después. Para ver el pasado, cualquier punto de la Historia, podríamos alejarnos lo suficiente, realizar viajes interplanetarios quizá, para poder vislumbrar a Platón deambulando por Atenas, riendo a carcajadas después de caer al piso al tropezar con su larga sotana. Parados en Venus o en Plutón, lo que haga falta, podríamos ver a Napoleón Bonaparte resbalar de su caballo cuando aprendió a cabalgar, adolescente apenas, o acostado en el interior de su tienda de campaña, iluminado por una vela a punto de extinguirse, redactando su diario, quizá su Código.

Claro que lo que veríamos no sería real, quiero decir, no podríamos inclinarnos hacia el negro espacio, fijando bien los pies en un cráter para no caer, e intentar tocar con la punta del dedo el sombrero pirata de Barbaroja, porque lo que percibiríamos serían más bien fantasmas de luz, alegorías de algo que fue, y que se descompondrían en un polvo como talco a cualquier atisbo de tacto. Habría muchos pormenores para llevar a cabo esta aventura, pero para eso existen los físicos y los cosmólogos. Pensé sobre todo, como consejero técnico, en Stephen Hawking, pataleando como un niño en su silla motorizada mientras le contaba la idea, respondiéndome con su voz ronca de robot, y felicitándome con una palmada en la espalda. Pero mi digresión se interrumpió. Papá me llamaba: era hora del pastel y el cumpleañero (11 octubres bien cumplidos) no podía, por ningún motivo, faltar.