miércoles, 19 de marzo de 2008

La soledad y la ficcion

El fabuloso español que era Ortega y Gasset decía que en el principio el mundo es enigma. Con esto hacia alusión a que todas nuestras seguridades, sobre todo las más elementales (como el hecho de que el Héctor que despierta tarde para clases el lunes por la mañana es el mismo que se durmió la noche del domingo, o que el mundo como lo conocemos persistirá al paso de los segundos y en cambio no se desmoronará de pronto o estará completamente al revés), son una ficción. Cuando despertamos a la realidad no sabemos absolutamente nada de ella. El hombre, al contrario que la gran mayoría de los animales, nace con los instintos atrofiados (Berger y Luckmann en La construcción social de la realidad), y, sólo al paso del tiempo, en el vivir junto a los otros, los lleva a su culminación.

Cuando los búhos nacen, tardan algún tiempo en gobernar sus alas de manera que puedan emprender el vuelo y buscar su propio alimento, mientras tanto, sus padres le facilitan la vida. Pero bien podría arreglárselas, si bien con aumentada pena, sólo. Nuestro caso es distinto. No podríamos preservar nuestra existencia por nuestra propia cuenta. Aun la legendaria figura del salvaje solitario, el Crusoe de Daniel Defoe, comienza su relato aclarándonos que no es un hombre salvaje en sentido estricto; antes, es un hombre previamente tocado por la civilización. El elemento social con que constituimos nuestra identidad, pero también nuestras ideas acerca de lo otro (todo aquello que no somos nosotros), el lenguaje, está por definición mediado por otros; en una palabra es una invención social. Aunque después de la caída de Dios y de la recia jerarquía de las sociedades pre modernas, se nos exige que nos formemos una identidad diferenciada del resto, lo cierto es que sólo nos sentimos enteramente a gusto con lo que hemos elegido ser cuando es reconocido por los otros (Charles Taylor). Así, nuestra identidad tiene más el espíritu de una conversación que de un monólogo.

Después del embate romántico del siglo XIX hay un alo moral que sanciona la búsqueda de nuestra identidad diferenciada del resto. Descubrir nuestra forma auténtica de ser ya no se observa como un capricho del artista, sino como un deber moral de todos. Pero la materia con que construimos nuestra forma de ser no son esencias que se descubren bajo la oscura arena del Universo, sino verdades que los hombres que han estado antes que nosotros han construido. Cierto es que no las adoptamos ciegamente. Constantemente las reformulamos y las adaptamos (esta ha sido uno de las mejores lecciones de la hermenéutica y del historicismo). Pero la idea de que el mundo, incluido nuestro “yo”, son esencias, es decir, verdades validas para todo hombre en cada espacio y en cada tiempo, es una idea por lo menos cuestionable. Más bien pensaría que el más elemental de los axiomas a partir del cual interpretamos la realidad guarda paralelo con la ficción moderna, que no es otra cosa que un lente, un artificio, tejido con nuestros valores, nuestra lengua, y nuestros sentimientos, en una palabra, con nuestra subjetividad, para alcanzar a entender el mundo. A eso se refería Ortega en la cita con la que comencé. La ficción no se está quieta en las novelas de Cervantes, Flaubert y Sterne, sino que extiende su dominio incluso a instituciones que se quieren tan infalibles e inequívocas como la ciencia y la técnica.

Aunque ha muchos les ha complacido la revolución subjetiva que implica esta idea, lo cierto es que encierra numerosos retos (e imposibilidades). Si creemos, con el Señor de la Montaña, que todas aquellas leyes de la conciencia que creemos provenientes de la naturaleza son más bien fruto de la costumbre, queda poco para defender las nociones de certeza y razón que nos son necesarias para tantas cosas, como la comunicación satisfactoria con los otros. Así, estamos amarrados a la torre de nuestra consciencia.

Y es que, como dice un compatriota:

"el pensamiento (una de las variantes de la ficción) es el tatuaje de la soledad: nadie puede pensar lo que pienso; nadie puede morir en mi lugar, nadie puede sentir lo que siento. El pensamiento nos condena inaccesibles, impenetrables: solos."


Una de los personajes de la novela Sputnik, mi amor (Anagrama) de Haruki Murakami, donde el escritor compara las existencias de tres individuos a las solitarias orbitas que satélites como el Sputnik recorren en el ancho Universo, dice mejor:

"En realidad, sólo éramos prisioneras sin destino encerradas cada una en su propia cápsula. Cuando las órbitas de los satélites se cruzaban casualmente, nos encontrábamos. Quizás simpatizábamos. Pero sólo duraba un instante. Momentos después volvíamos a estar inmersas en la soledad más absoluta. Y algún día arderíamos y quedaríamos reducidas a nada."

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