jueves, 29 de mayo de 2008

Facebook

El sociólogo y también médico de la Universidad de Harvard Nicholas Christakis (abajo en la foto) es, según un reportaje del New York Times, uno de tantos académicos que han decidido cambiar las pilas de libros y los laboratorios para hacer de Facebook, la utilidad social que te conecta con la gente a tu alrededor, como a sí mismo se define el portal, su campo de investigación. Recientemente se han utilizado grupos de usuarios de esta comunidad digital para intentar responder a viejas preguntas de la sicología y la sociología. Por ejemplo, acerca de la amistad. ¿Quién influencia a quién? ¿El nuevo integrante del grupo comienza a utilizar nuev vocabulario en función de que sus amigos lo hacen o viceversa?


La pieza periodística y los datos curiosos que contiene no sé hasta que punto son interesantes, o, para ponernos solemnes, relevantes, pero son un buen as bajo la manga para ese momento cuando viajamos en el elevador acompañados tan sólo por una anciana con un pequeño perro y monísimo y un repartidor de pizzas y la luz digne a cortarse.

domingo, 18 de mayo de 2008

The Great Bolaño

Fue en julio 15 de 2003 cuando el hígado de Roberto Bolaño finalmente dejó de funcionar y así extinguió la vida del probablemente mayor escritor latinoamericano de los últimos tiempos. Tras de sí deja una larga estela de brillantes libros que le merecieron no sólo premios mayores (el Rómulo Gallegos, en 1999, por ejemplo) y menores que utilizó más para ganarse el pan que para regodearse en la fama; amistades legendarios con los caballeros de las letras hispanas, Vila-Matas y Herralde, por mecionar algunos, a pesar de haber pasado su vida lejos del establishment; comparaciones críticas con Cortázar y Lezama Lima, sino, sobre todo, el arraigado aprecio de sus lectores.


Sobre Bolaño habría que decir mucho, muchísimo, y ya los ríos de tinta desde la academia y la prensa han empezado a correr para subsanar el vacio. Pero por ése mar negro en que se confunde la honestidad y el talento, o ya de perdis con esa cuestionable virtud que llaman profesionalismo, con la apariencia y lo soso o , peor, con el delito del aburrimiento y el robo del tiempo propio, sirve empezar a distinguir entre lo bueno y lo malo. Si se me permite la osadía, quisiera comenzar por dejar aquí el link a dos documentos útiles para comenzar a entrar al Mundo Bolaño. El primero es un reportaje de cuatro páginas, por Francisco Goldman, realizado para el New York Times, donde se discute buena parte de la obra del escritor chileno, y el segundo es quizá la mejor entrevista que se le hizo, y, seguro, la más divertida: aquella que hiciera Mónica Maristain para engalanar las imágenes de las lujosas mujeres de la revista Playboy en 1998.

F. Goldman, “The Great Bolaño”, New York Times.

M. Maristain, “Estrella distante”, Playboy, entrevista.

Fragmento 4

El salón estaba cubierto por varias filas bien ordenadas de bancas de madera barnizada. Al centro estaba una gran máquina de acero negro con una caja amplia debajo a manera de base; sobre ésta había una placa de cristal con una potente lámpara en la parte inferior que despedía una fulminante luz sobre la cinta de plástico que contenía infinitos rectángulos con las imágenes de la película. A Elena le gustaba ir por los discos donde se enroscaban estas cintas, sólo para poder estirarlas contra la luz fluorescente de los pasillos, y detalladamente inspeccionar cada una de las escenas que contenían. Especialmente le atrajo una que mostraba imágenes de los planetas cercanos a la Tierra. Por supuesto que antes había visto imágenes similares en sus libros de geografía y en documentales transmitidos por televisión. Pero ver esos enormes cuerpos reducidos a rectángulos de las dimensiones de un pulgar, le daba una perspectiva nueva. Cuando vio el que correspondía a Marte, Elena quedó anonadada. Detuvo su marcha y se coló en el baño de mujeres, y luego de asegurarse de que no había nadie en él, se inclinó sobre los lavabos. Se puso de cabeza y estiró de nuevo la cinta contra la luz blanca que provenía de la parte superior de los espejos. En la imagen el planeta estaba surcado por cientos de cráteres y pequeñas montañas que imaginó de arena. ¿Serán del tamaño de una alberca o cabrán océanos enteros en esos hoyos?, se preguntó. Y sin darse respuesta, se imaginó de pronto pisando la arena rojiza del tercer planeta desde el Sol. Sus movimientos eran lentos y flotantes. Al principio dio un pequeño salto, sólo para probar; pero al elevarse temió no detenerse y viajar directamente hacia la atmósfera, así es que se inclinó como si fuera a dar un clavado y regreso a tierra. No sabía hacia donde caminar. El horizonte, en cualquier dirección, era una franja negra que se curvaba. Ahí debía ser el límite, pensó con una mezcla de entusiasmo y miedo. Recordó que su profesor de historia les habló de la forma en que Alejandro Magno detuvo en seco a sus ejércitos con un largo movimiento de espada en una noche sin estrellas. Después de haber saqueado y conquistado cientos de ciudades, después de haber pisado las más diversas tierras y clima; de haber destronado a cuanto reyezuelo se le pusiera en frente, dijo el profesor Rubens, este emperador se detuvo ante el único enemigo contra el cual no podía blandir espada alguna, y que por eso mismo le provocaba un miedo infinito: lo Desconocido. En ese momento Elena entendió lo que Rubens buscó expresar solemnemente con la mirada puesta en el vacío y la voz quebrada, y que nadie entendió: lo desconocido.
De pronto sintió que la tierra rojiza debajo de sus pies se movía. No como un temblor, de arriba hacia abajo u oscilando. Sino como una tuerca que se mueve al interior de un maquinaria. Como un engranaje. El movimiento fue hacia delante. Suficientemente lento como para que ella no resbalará; como para transportarla consigo en su rotación. Se sintió como en el lomo de un elefante. Un elefante rojo. Este pensamiento le provocó una sonrisa. Pero también temor. Nadie sostenía a ese elefante de una correa y en cualquier momento podía moverse bruscamente. Levantar las patas hacia la oscuridad, hacia las estrellas en lo alto, y tirarla, incluso sin mala intención, sin quererlo. El miedo la inundó y buscó despertarse. En ese momento el Sr. Platz, el profesor de Ciencias, entró al baño de mujeres y la vio con el cuerpo arqueado hacia atrás, los ojos cerrados, sudando. En un primero momento se asustó, pero comprendió que nada realmente malo podría haberle pasado.

-Elena, ¿está bien?. Le hemos estado buscando. Necesitamos la cinta- dijo calmamente. Elena- repitió acercándose a la muchacha.

Ella se levantó lentamente y recuperó su postura. Sonrió al Sr. Platz y le extendió la cinta. Platz le abrió la puerta y espero a que ella se acomodara el cabello y saliera al pasillo.
Esa tarde Elena la pasó con la mirada perdida en el cielo, aunque en este las estrellas y los planetas eran invisibles y lo más parecido a Marte era el color del que estaban teñidas las nubes.

Fragmento 3

Al momento de salir no encontró las llaves. Tenía ya treinta minutos de retraso. Aventó el maletín y el saco sobre el sofá de la sala y comenzó a buscar. Primero en su cuarto; debajo de la cama, detrás de la televisión y de los libros. Nada. Siguió con el cuarto al final del pasillo que nadie ocupaba pero en el que dormía con la televisión prendida siempre que se sentía sólo. El llavero estaba en el centro de ese cementerio de colillas, envoltorios de panecillos y botellas de cerveza de cristal oscuro que yacía bajo su cama. Lo tomó y bajo corriendo hacia el carro. Lo encendió y sintió la tranquila vibración del motor eléctrico. Le complació. Ajustó el retrovisor, se arregló el fleco que danzaba sobre su frente, y salió a la Avenida Lorenz. Viajo así por otros treinta minutos, hasta que llego a la intersección de las calles Pambrock y Hugh. El semáforo estaba en rojo. Con el pie en el freno redujo la velocidad lentamente y finalmente se detuvo por completo. Miró a los autos a sus lados. A su izquierda había un pequeño y curvo auto verde pistache. Al volante estaba una mujer en sus treinta, de cabellos rubios y secos, piel blanca y facciones angulosas, que pasaba un pañuelo sobre la breve boca de una niña de dos o tres años en el asiento del copiloto. Le limpiaba un jugo rojo de las comisuras. Al inclinar la vista, descubrió la paleta de hielo que colgaba de la carnosa mano derecha de la niña. Sonrió.
Cuando volteó hacia el otro lado, vio a un hombre joven mirando fijamente la parte posterior de su automóvil. Cerca del tanque de gasolina. Casi inmediatamente el joven dirigió su mirada a Carlos. Tenía una expresión de enojo y consternación profunda. Carlos al principio no prestó atención y checo si el semáforo seguía en rojo. Así era. Pero la pesadez de la mirada lo hizo voltear de nuevo. Con los nudillos tocó el cristal del otro asiento de su auto. Pensó que el joven respondería con cierta hostilidad. En cambio, éste se volteó y fijo su mirada hacia el frente. Sin pestañear. Ignorándolo.
En un instante una brusca vibración recorrió todo el auto. Las agujas del tablero primero empezaron a oscilar sin dirección, hasta que todas, incluida la del tacómetro, señalaron el más alto punto de sus respectivos ciclos. La temperatura subió rápidamente al punto de que Carlos tuvo que soltar de golpe el volante. La agitación del auto se intensificó. Tanto, que de pronto imagino que el auto se elevaría hacia el cielo como un géiser. De pronto supo que todo estaba perdido. Esa certeza le provino de algún lugar olvidado en su corazón. En sus últimos segundos no pensó en su madre o en su hermano (recientemente fallecido), ni en la forma en que el resto de los conductores que, a pesar de haber cambiado el semáforo a la luz verde, no habían avanzado y lo observaban con absoluta angustia. Lo único que ocupó su mente en ese instante final fue la imagen de la línea de ensamblaje donde se había armado su auto. Imagino la gran bóveda de la compañía automotriz que albergaba los cientos de robots que en una lluvia de chispas azules y naranjas fundían las puertas y los asientos al resto del armazón. Mientras las llamas provenientes del fondo de su automóvil avanzaban hacia el frente y la gente a los lados de la calle le gritaba que bajara del auto, no sintió temor. Cerro los ojos y pensó en el único trabajador involucrado en la fabricación del auto donde moriría. Una oleada de empatía lo recorrió. Dio una larga aspiración y soltó el aire. Esa fue la última porción de mundo que su cuerpo percibió.

Fragmento 2

Bradley había corrido sin descanso desde la iglesia hasta llegar al extremo del risco. Vestía un traje de tela gruesa y oscura, muy oscura, sin ser negra, y una corbata, esa sí negra, con un nudo perfectamente hecho. En ese momento el viento se levantó desde lo bajo, como salido de la misma tierra, agitó violentamente las hojas de los árboles, e incluso los mismos troncos de éstos, y en su último aliento hasta pareció dar un leve empujón a Bradley. (O quizás fue él mismo el que se dejó llevar). Pero éste no pareció asustarse; sus ojos no parecían si quiera notar los quinientos metros en picada que se extendían frente a él; la manera en que el accidentado cauce del río laceraba el manto de agua como un azul pañuelo agujerado. Dio uno o dos pasos atrás, para recuperar su posición original, y cuando dirigió la vista al cielo, observó que este brillaba como un rayo de sol pegando directamente sobre una lámina de oro.
Su padre había amanecido muerto en el granero esa mañana. Lo descubrió Ingrid, la cocinera, quien, al descubrir el pálido cuerpo de Mr. Adley, sobre la paja y el lodo, despidió un grito contenido que, con la baja temperatura del ambiente, se tradujo en una pequeña nube de suspenso aire blanco. Esta cruzó a tropezones el enlodado patio y casi resbalo cuando pisó rápidamente una piedra de tamaño mediano cubierta por una delgada película de hielo. Cuando irrumpió en la oscuridad de la cocina él, Bradley, era el único en la habitación. Tu papá está muerto en el granero, le dijo. Y luego, como si alguien le gritara desde el fondo de su cabeza, continuó su carrera hasta la recámara de su madre. Antes de salir, Bradley todavía alcanzó a escuchar sus primeros gritos. Era el jueves 18 de octubre de 1891. ¿El lugar? Dublín, Irlanda.

Fragmento 1

Después de siete años de continuo y agotador esfuerzo, el trabajador que colocó el último bloque de mármol del Palacio del Lago Black, Johnson Allison, apurado como estaba por los gritos de su jefe el maestro albañil, cruzó las galerías, pasillos y escaleras sin detenerse a mirar la espléndida obra de neoimperalismo alemán que junto con sus compañeros había edificado. En realidad, no era el único, ni uno sólo de los involucrados, afanados en su tareas particulares, el laminado del piso, la lija de los detalles de madera, la instalación de grandes arañas de cristal en lo alto del techo, había observado el lugar como una totalidad, sino como pedazos de un espejo. Mientras sus pasos producían largos ecos entre las salas pensó, eso sí, aunque a la velocidad de un suspiro, en la facilidad con que podría perderse cualquiera en la estructura casi laberíntica de la construcción. Cuatro días después, el Infante de Numbsbell, quien encargó la obra, quiso verificar a detalle el lugar que pronto albergaría la celebración de su cumpleaños número setenta y dos. Viajaron con él su asistente particular, el reservado y oscuro Michael Wallace, y su mastín Drake. En la glorieta al frente del Palacio, mientras el cielo de la tarde se volvía rápidamente más azulado, desplazando las alargadas nubes rojas y doradas del cielo, los esperaba el responsable de la obra, el señor Douglas. Junto con él, estaba el maestro albañil y unos cuantos miembros del personal, arreglados todos en un venerable semicírculo.
Al bajar de la carroza, el Infante saludó al señor Douglas con visible irritación y, seguido por el mastín, pasó de largo sin ni siquiera mirar a ningún otro de los presentes en la entrada del Palacio. Intentó abrir la enorme puerta de doble hoja pero la encontró cerrada. Rápidamente el señor Douglas extrajo un par de pesadas llaves doradas de su bolsillo e hizo una reverencia ante Su Majestad a manera de disculpa. No es necesario, les dijo el Infante con la palma de la mano izquierda en alto, cuando Douglas y Wallace avanzaron tras de él, como en gesto de acompañarle. Ambos salieron en silencio. Dentro, gracias a las grandes mantas de gruesa tela sobre las ventanas y también por efecto del cielo, la oscuridad se extendía por casi la totalidad de las salas, rasguñadas apenas por algunos haces de luz. Al prender la antorcha que Douglas le había entregado, vio el delgado y reluciente cuerpo de Drake paseándose por la sala a unos pocos metros de distancia. Lo llamó por su nombre y continuó haciéndolo hasta que pudo poner su mano detrás de las orejas del animal. Ahora te necesito conmigo, amigo, le dijo, y comenzaron a caminar por los enormes salones del lugar. Se detuvieron frente a las pinturas de Cintail en el cuarto de dibujo en las que figuraban escenas de caza; en la biblioteca, donde el Infante intentó subir al segundo y al tercer piso, pero descubrió que la escalera seguía resguardada por una delgada cadena, y en el comedor, donde una gran mesa para cuarenta o cincuenta personas relucía a pesar de la cada vez más escasa luz. Ahí tomó asiento, como un comensal fantasma en la oscuridad, y fijó la mirada en el ventanal que se levantaba desde el piso hasta el techo y por el que fluía una lenta luz rosada junto con un silencio tranquilo. Sintió un repentino miedo, pero su corazón empezó a latir más lentamente cuando pensó en sus acompañantes en la entrada del lugar. De pronto, sin embargo, Drake empezó a ladrar a la negrura del otro cuarto. Silencio, Drake, le dijo sin levantar la voz y con la cabeza ligeramente reclinada hacia atrás. Pero el perro continuó. El Infante se levantó con la intención de tomar a Drake por el collar y callarlo, pero cuando se acercaba a él éste se infiltró en la oscuridad del cuarto lateral. Quiso seguirlo, pero tuvo que ir primero por la antorcha que había dejado en la puerta de entrada del salón. Cuando finalmente llegó al otro cuarto no encontró a Drake ni escuchó algún otro ladrido. Por varios minutos, que le parecieron horas, el Infante se paseó por los pasillos y salas. Al principio se mantuvo en silencio y buscó pacientemente al animal. Pero pronto comenzó a llamar a Drake, y al fracasar, a Wallace, para luego simplemente exigir la presencia de cualquiera.
Al sentirse perdido y desatendido comenzó a encolerizarse, pero continuó caminando. Constantemente tropezaba con los muebles de los salones y al paso del tiempo terminó por perder por completo la dirección. No sabía más donde estaba. El cielo parecía tornarse más negro, como empapado de tinta; al punto de que cuando se extinguió la antorcha y colocó su mano frente a él, le fue imposible verla. Con el miedo encima, se la palpó con la otra mano y la pellizcó por uno o dos minutos. También se acercó a un espejo que había visto al lado de la entrada al cuarto, pero la ráfaga fría y metálica que sintió en sus yemas al contacto, lo hizo salir de ahí. Pronto se sintió agotado y decidió, después de quitarse la espada del cinto y recargarla en el piso, tenderse en un diván. Con las manos encima de su pecho, cerró los ojos con fuerza e intento dormir. Esa noche no soñó nada, o más precisamente, no recordó haber soñado nada.
A la mañana siguiente un sonido ligero pero rápido lo despertó. No tomó su espada, sin embargo. Solamente se incorporó y observó la sala. Era Drake. Corría por el lugar con un cojín de encajes dorados entre los dientes. El lo llamó por su nombre y lo tomó entre las manos. Juntos recorrieron en silencio el camino del día anterior. Fuera no había más nadie esperándolos.

miércoles, 19 de marzo de 2008

"Confiar"

"Nuestros movimientos habituales implican, en efecto, determinadas convicciones. Contamos con la existencia del mundo externo cuando nos sentamos en una silla, cuando reposamos sobre un colchón, cuando bebemos un vaso de agua." Estas son algunas de las líneas incluidas en la pieza "Confiar", en el Manual del distraído (FCE), del hasta ahora justamente recobrado escritor Alejandro Rossi. En ella, el italiano de nacimiento pero mexicano por convicción, explora, como nosotros en la entrada anterior, la cuestión de la creencia -"lo que Santayana llamaba la fe animal, aquella que nos orienta sin demostraciones o razonamientos, aquella que, sin garantizarnos nada, nos separa de la demencia y nos restituye a la vida".

No he podido encontrar alguna versión en línea de esta breve y amenísima refutación a las teorías inmaterialistas del obispo George Berkeley (1685), que comienza recapitulando esa otra, quizás menos fina pero sin duda más contudente: la fuerte patada del doctor Johnson a una piedra. Sin embargo, deposito aquí algunos pasajes:

"La rutina diaria cuenta también con la regularidad de los ciclos. Nos alarmaría un otoño al cabo de un invierno o un viejo que de pronto comenzara a recuperar la juventud, el pelo negro, la cara aún arrugada, un brazo musculoso y el otro apenas recubierto con una piel escamosa. Envejecer tal vez se melancólico, pero tiene la ventaja de la familiaridad."

"Confíamos, además, en que las cosas conservan sus propiedades. No nos sorprendemos de que el cuarto, a la mañana siguiente, mantenga las mismas dimensiones, que las paredes no se hayan caído, que el reloj retrase y el café sea amargo."

Recomiendo ampliamente la lectura de la obra (completa) de Rossi, compuesta por ensayos divertidamente rigurosos que hacen alarde de la "la tremenda tarea (que es) pensar" y por una narrativa que transforma el polvo acumulado en en el transcurso del viaje, en la arena de la que se sirve para formular un reloj con otro tiempo, menos banal y trepidante: el propio.

La soledad y la ficcion

El fabuloso español que era Ortega y Gasset decía que en el principio el mundo es enigma. Con esto hacia alusión a que todas nuestras seguridades, sobre todo las más elementales (como el hecho de que el Héctor que despierta tarde para clases el lunes por la mañana es el mismo que se durmió la noche del domingo, o que el mundo como lo conocemos persistirá al paso de los segundos y en cambio no se desmoronará de pronto o estará completamente al revés), son una ficción. Cuando despertamos a la realidad no sabemos absolutamente nada de ella. El hombre, al contrario que la gran mayoría de los animales, nace con los instintos atrofiados (Berger y Luckmann en La construcción social de la realidad), y, sólo al paso del tiempo, en el vivir junto a los otros, los lleva a su culminación.

Cuando los búhos nacen, tardan algún tiempo en gobernar sus alas de manera que puedan emprender el vuelo y buscar su propio alimento, mientras tanto, sus padres le facilitan la vida. Pero bien podría arreglárselas, si bien con aumentada pena, sólo. Nuestro caso es distinto. No podríamos preservar nuestra existencia por nuestra propia cuenta. Aun la legendaria figura del salvaje solitario, el Crusoe de Daniel Defoe, comienza su relato aclarándonos que no es un hombre salvaje en sentido estricto; antes, es un hombre previamente tocado por la civilización. El elemento social con que constituimos nuestra identidad, pero también nuestras ideas acerca de lo otro (todo aquello que no somos nosotros), el lenguaje, está por definición mediado por otros; en una palabra es una invención social. Aunque después de la caída de Dios y de la recia jerarquía de las sociedades pre modernas, se nos exige que nos formemos una identidad diferenciada del resto, lo cierto es que sólo nos sentimos enteramente a gusto con lo que hemos elegido ser cuando es reconocido por los otros (Charles Taylor). Así, nuestra identidad tiene más el espíritu de una conversación que de un monólogo.

Después del embate romántico del siglo XIX hay un alo moral que sanciona la búsqueda de nuestra identidad diferenciada del resto. Descubrir nuestra forma auténtica de ser ya no se observa como un capricho del artista, sino como un deber moral de todos. Pero la materia con que construimos nuestra forma de ser no son esencias que se descubren bajo la oscura arena del Universo, sino verdades que los hombres que han estado antes que nosotros han construido. Cierto es que no las adoptamos ciegamente. Constantemente las reformulamos y las adaptamos (esta ha sido uno de las mejores lecciones de la hermenéutica y del historicismo). Pero la idea de que el mundo, incluido nuestro “yo”, son esencias, es decir, verdades validas para todo hombre en cada espacio y en cada tiempo, es una idea por lo menos cuestionable. Más bien pensaría que el más elemental de los axiomas a partir del cual interpretamos la realidad guarda paralelo con la ficción moderna, que no es otra cosa que un lente, un artificio, tejido con nuestros valores, nuestra lengua, y nuestros sentimientos, en una palabra, con nuestra subjetividad, para alcanzar a entender el mundo. A eso se refería Ortega en la cita con la que comencé. La ficción no se está quieta en las novelas de Cervantes, Flaubert y Sterne, sino que extiende su dominio incluso a instituciones que se quieren tan infalibles e inequívocas como la ciencia y la técnica.

Aunque ha muchos les ha complacido la revolución subjetiva que implica esta idea, lo cierto es que encierra numerosos retos (e imposibilidades). Si creemos, con el Señor de la Montaña, que todas aquellas leyes de la conciencia que creemos provenientes de la naturaleza son más bien fruto de la costumbre, queda poco para defender las nociones de certeza y razón que nos son necesarias para tantas cosas, como la comunicación satisfactoria con los otros. Así, estamos amarrados a la torre de nuestra consciencia.

Y es que, como dice un compatriota:

"el pensamiento (una de las variantes de la ficción) es el tatuaje de la soledad: nadie puede pensar lo que pienso; nadie puede morir en mi lugar, nadie puede sentir lo que siento. El pensamiento nos condena inaccesibles, impenetrables: solos."


Una de los personajes de la novela Sputnik, mi amor (Anagrama) de Haruki Murakami, donde el escritor compara las existencias de tres individuos a las solitarias orbitas que satélites como el Sputnik recorren en el ancho Universo, dice mejor:

"En realidad, sólo éramos prisioneras sin destino encerradas cada una en su propia cápsula. Cuando las órbitas de los satélites se cruzaban casualmente, nos encontrábamos. Quizás simpatizábamos. Pero sólo duraba un instante. Momentos después volvíamos a estar inmersas en la soledad más absoluta. Y algún día arderíamos y quedaríamos reducidas a nada."

sábado, 9 de febrero de 2008

Apuntes de Veracruz

Me acuerdo de ese restaurante en las costa de Veracruz; nos habíamos detenido, ya bien entrada la tarde, a comer algo antes de seguir el viaje de vuelta a casa en la camioneta blanca y derruida de mi tío. El lugar se sostenía imposiblemente sobre cuatro columnas de madera empobrecida, al interior de un mar azul oscuro, casi negro. Me pareció imposible, pero el viento aullaba cuando daba vuelta en el vértice de alguna pared o cuando entraba por la puerta, como cualquier otro cliente. Después de ordenar mi comida, salí a ver el mar al balcón, sólo. De un salto pequeño y rápido hacia en frente, me colgué del barandal, y levanté la mirada: el cielo estaba nublado y sucio; el aire era húmedo, casi vapor; la línea del horizonte, al fondo, parecía coloreada por un lápiz de carbón: una línea negra, difuminada por la acción de un pulgar. Balanceándome, sentí un ligero mareo, vértigo y, para no arriesgar, regresé los pies a la tierra. En la pirueta noté, en las piedras donde pegaban las olas, un elemento extraño. Ya seguro en el balcón, me incliné y me di cuenta que era una mierda salida de un drenaje en la superficie del mar. Desmenuzada ante la insistencia del oleaje, casi al momento desapareció. Pensé, no sé ya muy bien por qué, en la sal, en los fanáticos, en los elementos que se disuelven, invisibles, recién entran en contacto en algo más grande; como reconociendo su nadería, su poquedad.

domingo, 3 de febrero de 2008

El Pasajero

Presento esta traducción libre (del inglés) de uno de los breves pero conmovedores textos de Franz Kafka, aparentemente compuestos en 1913, reunidos bajo el título de Contemplación. ¿El motivo? El deseo de hacer un sencillo homenaje al par de horas soleadas que pase en el patio de mi universidad, donde descubrí la mentada colección de escritos y fui incursionado por un modesto ejército de insectos que, recorriendo mi faz, dejaron una estela de cosquillas y comezón.


El Pasajero

Me encuentro sobre la plataforma del tranvía, completamente vacilante acerca de mi lugar en este mundo, en esta ciudad, en mi familia. Ni siquiera por ventura podría indicar qué derechos invocar para justificarme, en uno u otro sentido. Soy incapaz de alegar el hecho de estar sobre esta plataforma, sostenido de esta asa, dejándome arrastrar por este tranvía; de que la gente se quite del camino, o continúe caminando calladamente, o se detenga ante los escaparates: no es que nadie así me lo pida -pero eso es irrelevante.

El tranvía se acerca a una parada, y una joven se aproxima al umbral, dispuesta a bajar. Se me aparece claramente, tal como si la hubiera acariciado con mis propias manos. Está vestida de negro, los pliegues de su falda están casi inmóviles, su blusa es ceñida y tiene un cuello de fino encaje blanco, su mano izquierda se apoya de plano sobre el costado del tranvía, la sombrilla en la mano derecha descansa sobre el segundo peldaño. Su rostro es moreno; su nariz, ligeramente pellizcada a los costados, es de punta redondeada y ancha. Su melena es castaña, con algún mechón cayendo sobre su sien derecha. Su oreja es pequeña y compacta, pero al estar cerca puedo ver todo el pabellón de la oreja derecha, y la sombra que proyecta.

En ese momento me pregunté: ¿Pero cómo es posible que no esté pasmada de sí misma, que permanezca con los labios cerrados y no diga nada al respecto?


Franz Kafka en Contemplación (1913)