martes, 1 de enero de 2008

Pequeña cosmologia

Pensé que podríamos aprovechar las peculiaridades de la luz, que si es rápida, de todos modos llega retrasada a lugares suficientemente distantes; de modo que la luz de un evento que tiene lugar en, digamos A, pudiera ser visto a millones y millones de kilómetros, digamos, en B, algún tiempo después. Para ver el pasado, cualquier punto de la Historia, podríamos alejarnos lo suficiente, realizar viajes interplanetarios quizá, para poder vislumbrar a Platón deambulando por Atenas, riendo a carcajadas después de caer al piso al tropezar con su larga sotana. Parados en Venus o en Plutón, lo que haga falta, podríamos ver a Napoleón Bonaparte resbalar de su caballo cuando aprendió a cabalgar, adolescente apenas, o acostado en el interior de su tienda de campaña, iluminado por una vela a punto de extinguirse, redactando su diario, quizá su Código.

Claro que lo que veríamos no sería real, quiero decir, no podríamos inclinarnos hacia el negro espacio, fijando bien los pies en un cráter para no caer, e intentar tocar con la punta del dedo el sombrero pirata de Barbaroja, porque lo que percibiríamos serían más bien fantasmas de luz, alegorías de algo que fue, y que se descompondrían en un polvo como talco a cualquier atisbo de tacto. Habría muchos pormenores para llevar a cabo esta aventura, pero para eso existen los físicos y los cosmólogos. Pensé sobre todo, como consejero técnico, en Stephen Hawking, pataleando como un niño en su silla motorizada mientras le contaba la idea, respondiéndome con su voz ronca de robot, y felicitándome con una palmada en la espalda. Pero mi digresión se interrumpió. Papá me llamaba: era hora del pastel y el cumpleañero (11 octubres bien cumplidos) no podía, por ningún motivo, faltar.

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