sábado, 29 de diciembre de 2007

Recobro

Una sola es la noche decembrina en que recuerdo haber participado en la ceremonia de las doce uvas. Ese invierno del año 2001, una oleada de malas calificaciones, malas en verdad, se cernían con tal fragor sobre mi reporte escolar, que extraje cada una de esas delicadas bayas verdes de la copa de cristal con el rito que merecen sólo los amuletos. A pesar de la devoción que demostré esa noche, para mi madre los números en rojo de la boleta no desaparecieron, y el rapapolvo fue igualmente severo. Esta decepción, mezclada más con mi naturaleza distraída que con alguna indiferencia pedante o con escepticismos odiosos, hizo que el resto de las noches de Año Nuevo transcurrieran inadvertidas.

Leo ahora en el periódico inglés The Guardian el reporte de una investigación, conducida por el sicólogo Richard Weisman, de la universidad de Hertfordshire, que descubrió algunos métodos para mejorar la probabilidad de realizar los doce deseos a los que sacrificamos nuestras uvas, y que me hubieran sido bastante útiles, sin duda, en ese oscuro invierno del 2001 y, ahora, para no perder la esperanza. Según el inglés, el hábito de decir en voz alta lo que queremos ayuda a aumentar las oportunidades de cumplir lo que nos prometemos. Así, el hombre grueso que fuera profiriendo animosamente en el camión (“esta vez iré al gimnasio, ¡demonio!, esta vez sí que lo haré”), no debe tomarse a mal, sino, todo lo contrario, ser alentado con una sonrisa leve pero reconfortante o con una sencilla palmada en la espalda. Para los hombres parece, además, ser especialmente útil la fijación de metas claras y de recompensas, “a modo de zanahoria”, anota el científico. Los hombres que se comprometen a perder medio kilo por semana en lugar de la ambigua y resbalosa meta de “perder peso”, por ejemplo, están destinados a mayor gloria con un 22 por ciento más de probabilidades.

Pero para las mujeres parece funcionar mejor platicar sus metas con la familia y los amigos, de modo que aumente la presión de no cumplirlas. Además, asumir las recaídas no como fracasos, sino como resbalones, es otra de las ventajas de ellas.

Con dos días antes de la noche de Año Nuevo se tiene bastante tiempo para salir a la caza de una reluciente y fresca docena de uvas que permita empezar con gracia el año que viene. Además, siéntase una ligera emoción al saber que, tras estos sencillos consejos de R. Weisman, se suma a las fervorosas huestes de cada 31 de diciembre, una menuda alma que ha recobrado, un poco, sí, pero al fin y al cabo recobrado, la esperanza.

jueves, 27 de diciembre de 2007

Sin medallas ni centros ni capas

Zapata me dijo, con una sonrisa guasona sobre el rostro, una tesis que no sospechó me pegaría tan hondo: the essence of love is uncertainty. La frase, en rigor, era incorrecta. Oscar Wilde dijo, más bien, the very essence of love is uncertainty. Pero el very no hizo otra cosa que presionar la daga más en mi interior.

Vista de lejos, esta no era sino una máxima más entre los millones que se han dicho al respecto. Pero la frase surgió para confirmar un espectro que rondaba la conversación y que desde abierta se quedó con los ojos fijos en mí, las uñas salientes, como insinuando algo: los hombres “buenos” (entiéndase aburridos, pazguatos, timoratos, pávidos, yo que sé) están destinados a perder en el amor y, ya diciéndolo todo, en el resto de los quehaceres humanos. El amante busca sacar la cabeza de lo cotidiano, la excitación, y los niños con el cabello relamido, raya en medio, y el fresco ramo de flores oculto en la mano detrás de la espalda, no tienen ni pista de cómo hacerlo. En el corazón de las mujeres, apenas recogen las cenizas de un fuego que fue con otro, siempre más salvaje y patán, y del que sólo serán testigos aletargados; ñoños.

La conclusión no fue sino apuntalándose mientras la discusión con mis amigos continuaba. “Todas buscamos un pequeño patancito”, se dijo. Yo, ante todo esto, sonreí; más para ocultar mi pecado que por compartir el hallazgo. Por supuesto, no me declaro un santo. La ira, la envidia, los vicios (aunque, eso sí, no el odio) se andan por mi menuda existencia como lagartijas sobre el tronco: tanto nos conocemos. Pero, de todos modos, me sentí aludido. En diversos puntos del día hago esfuerzos conscientes por lavar de mi conciencia sentimientos viciosos que me descubro. Otra vez, no para descubrir que, de pronto, me elevo, en medio de un túnel de luz, hacia los Cielos, pero sí por impulso natural; para no sentir que a cada día que pasa desmerezco más habitar cerca de los otros en los que me reconozco.

La bondad, a esto quiero llegar, es una virtud con baja reputación. Cuando paran a uno después de hacer algo por otro, cualquier cosa que no implique el egoísmo violento de siempre, y le dicen: “eres un buen tipo”, seguidamente hace falta aclarar que no hay que tomárselo a mal, que es un “ha-la-go”; como si alguna vez hubiese sido diferente. Y es que sucede que la bondad se equipara ahora con la condición de pazguato, del que se anda por la vida tropezándose hasta con la propia sombra; burlado por todos.

Habría que hacer una campaña exhibiendo a los hombres bondadosos que, ¡sorpresa!, no siempre sucumben en la vida: el ingeniero de puentes que nunca se inclinó a tomar lo que no le pertenecía y ahora dirige un despacho de arquitectos en San Francisco; el doctor en genética que jamás mintió sobre nada y que ha salido ya, con una bata blanca pulcrísima, como su corazón, en la portada de Nature, sosteniendo a los primeros gatitos gemelos inducidos en el puro laboratorio; el cirujano que nunca se inventó un padecimiento de más y ahora dirige algún hospital prominente en el corazón de Boston…no sé.

Aun con la marea en contra, sabiendo que quizá sea yo el que se equivoque, sigo pensando, junto al filósofo Hugo Hiriart, que el mayor cumplido que se le puede dar a otro es el de comunicarle que es un hombre bueno; así, sin medallas ni cetros ni capas.

miércoles, 26 de diciembre de 2007

1995, el año que lo pasamos juntos

***



Hicimos el amor desde que amanecimos, sobre una cama cubierta de sábanas floreadas: lo único que perturbó el silencio de la casa fue nuestra batalla. Tu olor, junto con la huella leve de tu cuerpo, se quedo estampada entre ellas. Fumé y tomé un vasito de tequila sobre la mesa de noche, bañada de cenizas. Tu fuiste la primera en rendirte al sueño; yo no lo logré, desvelado por la forma en que tu piel se mecía en el sueño.

Cuando te levantaste, ya cerca de las cinco de la tarde, la luz se coló entre las cortinas de encaje y pegó sobre tu espalda, resbalando por tus nalgas. (Volví a tener una erección pero, agotado, fingí estar dormido). Luego, cruzaste las habitaciones hasta llegar a la cocina de mosaicos amarillos donde, esperando a que se calentara el café, leíste desnuda, detenidamente, mi librito de poemas de Luis Cernuda sobre la mesa del comedor. Vi que sonreíste al encuentro con una de sus páginas; lo soltaste y te serviste una taza. Volteaste a verme, pero concluiste, me conoces bien, que me habías derrotado.

Por veinte minutos bebiste a sorbos ese café con la vista perdida en la ventana; el sol lavando las sombras de tu rostro. Mientras, imagine qué sabría sentir su licor caliente recorriéndome, pero convertido en ti. Quise ser tú.

Marzo de 1995

viernes, 21 de diciembre de 2007

SCORPIO: The Addict


La madrugada de hace dos días, estudiando en la universidad junto con amigos, concluí que mi naturaleza era adictiva: los cigarros, ingerir compulsivamente seis litros de agua pura al día, la adquisición masiva de libros que me ha hecho bordear los linderos de la bancarrota, el amor en silencio…Cuando di en el clavo las palabras se me salieron de la boca: soy un adicto. Pasadas las risas, los que estaban en la mesa y no asintieron, por educación más que por desacuerdo, fueron los menos; la mayoría confirmó mi descubrimiento.

En un principio la idea me gustó: me pasaron por la mente las referencias a la literatura escrita por adictos: Cocteau, Bukowski, Baudalliere…Me sentí como un niño que viste una imponente capa roja que toca hasta el piso con una gran S encima, un leotardo azul rey, y un calzón rojo por fuera, y al que el tío emparienta cariñosamente con el Superhombre mientras le soba la cabeza. Ahora, sin embargo, enfriado el fuego del parentesco involuntario e imposible, vivo con miedo. Miedo a iniciar cualquier otra afición. Las cosas que de inmediato me producen placer son ahora el signo de una perdición por venir, y por eso me repelen. Son el signo de noches en vela por la mujer que amo con ardor y no alcanzo; la tos rasposa de quince cigarros al día; los riñones hinchados de tanta agua;…

Al principio me consolé con la idea de que el asunto bien podría ser una locura mía, pero como del abismo encontré lo siguiente encabezando mi horóscopo: SCORPIO - The Addict. No era yo quien lo inventaba, era el mismo Cosmos quien me lo revelaba. Tenía que andarme con cuidado.


Medidas precautorias


Con las adicciones que ya me habitan, no puedo hacer nada. Ellas tienen las llaves de la casa y si me porto mal con ellas, bien pueden decidir dejarme pasar la noche en la calle o aún endurecer su imperio. Sin embargo, haré bien si aplasto mis impulsos más bajos y no me dejo envolver por otros placeres que empezarán por usar mi cepillo de dientes y mis productos para peinar, para terminar recluyéndome en la horrible humedad del sótano.

Habrá que redoblar esfuerzos.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

"Vindicacion de la hipnosis"

”A la mañana siguiente desperté con una sensación desconocida, como si el diálogo conmigo mismo fuera diferente. Muchas cosas se me habían vuelto coherentes y explicables: todo en mi vida no había sido sino una perpetua fuga. Había habido experiencias fantásticas, sí, extraordinarias, de las que jamás podría arrepentirme, pero también un núcleo de angustia que me obligaba a clausurarlas y buscar otras nuevas.”

Sergio Pitol en “Vindicación de la hipnosis”, Xalapa, agosto de 1994

lunes, 17 de diciembre de 2007

Mama no usa brassier

Mamá no era una mujer elegante, eso lo sabía. Pero eso no me importo, en un principio. Cuando era niño, que caminara desnuda por los pasillos de la casa, sin ninguna vergüenza por sus carnes flojas y danzantes, o que dejara la puerta abierta del sanitario mientras obraba, me parecía desagradable, ¿quién hubiese opinado diferente?, pero nada más. Es mamá, pensaba, qué le voy a hacer, y continuaba viendo la televisión. Sin embargo, con el paso de los años, los amigos y las novias insistían cada vez más fervientemente en conocer mi casa. "Recién la han fumigado y hay un cementerio de grillos por toda la casa” o “Ahora no, vino el abuelo y ya no cabe una aguja en ese infierno. Mejor otro día en que haya más paz”, me excusaba; ya bajo la sospecha de todos. Pero Lucia era terca y no quedo en paz hasta que finalmente, esa tarde, quedamos en que cenaríamos juntos con mamá. Ella se puso contenta. “Debe ser una chica especial, es la primera amiguita que me dejas que te conozca”, dijo.

Cuando Lucia llegó esa noche, vestía un vestido amarillo floreado, zapatillas y suéter de verano negros; su cuello fresco me provoco plantarle un beso pequeño al que respondió con risitas. Me dolió que estuviera tan bella: sabía que esa noche saldría corriendo de ahí, después de ver con quién se estaba metiendo. Al presentársela a mamá las dos se sonrieron de inmediato y, tras algunas breves palabras, se metieron a la cocina. Yo no quería dejarlas solas, pero mientras hablaban Lucia me hizo señas con la mano para que saliera. Fui a la sala y las observé por largo rato. Noté que cualquiera las habría confundido como mamá e hija. Al principio, este pensamiento me molesto, pero después seguí atento a la forma en que las dos parecían congeniar perfectamente.

Pasamos a sentarnos a la mesa y la noche transcurrió en total tranquilidad. Yo estuve apretando los dedos de los pies en el interior de mis mocasines en espera de que mamá lanzara uno de sus descomunales eructos o de que echará un gas sin pudor alguno. Pero nada. Ellas continuaron conversando hasta que el cielo alcanzó un negro azabache que señaló la media noche. Lucia volteo a ver su reloj de pulsera y agradeció efusiva a mamá. Todo estuvo muy rico señora, de veras. Mamá aun la retuvo algunos minutos mientras yo esperaba en el pasillo. Finalmente, Lucia salió y la acompañé hasta la puerta.

-¿Qué te pasa? Estuviste toda la noche con una cara de muerto; pensé que en cualquier momento caerías infartado sobre tu sopa. No dijiste una sola palabra. ¿Todo bien?

Tuve que confesarle todo, la tensión estaba por desquiciarme. Mientras hablaba, sin embargo, Lucia no dejaba de reír, hasta que finalmente le pregunté: ¿Por qué te ríes? ¿No ves que esto me está matando?

-Ay, Julián, eso a mi qué me importa. Mientras estuvimos en la cocina tuve que aguantar la respiración peor que un buzo de profundidad por los gases de tu madre, pero no pasa nada. Tu mamá es una cochina, ¡qué tragedia! Tienes suerte; yo soy nieta de un asesino en serie y, ya ves,-entornó los ojos con altivez- no pasa nada. Soy la misma Lucia antes o después de que lo supieras. Todos tenemos secretitos; ya deberías saberlo, tienes veinte años.

Y así me dio un beso justo en la nariz para después perderse en la lechosa luz de luna sobre la avenida.

El subrayado y el pudor


El subrayado y el pudor

Los lectores somos una cofradía extraña. No hay reuniones ni saludos secretos entre nosotros. Es más, pocas veces nos conocemos cara a cara. Nuestra única comunicación se realiza sólo mediante eso que nos une: los libros. (En los tarjetones de los libros de las bibliotecas, que registran a los culpables de cada lectura y nos permiten reconocer a nuestros cómplices; en las odiosas anotaciones en tinta a los márgenes de las páginas…). Sólo a veces alguien deja escapar en la conversación un verso o una cita que reconocemos y no resistimos la tentación de saludar al compañero de ruta. Pero tampoco es que necesitamos más que eso: en los libros pueden contenerse millones de mundos, y siempre revelan una intimidad que abruma.

Cuando recibo en préstamo el libro de alguien, me sorprendo cuando han dejado sus subrayados sin ningún pudor, como si descuidar esa intimidad no equivaliera a descubrir el cuerpo desnudo a un amigo que es eso, sólo un amigo. Y es que subrayar es confesar. Subrayar es desnudar los pensamientos que nos rondan por la cabeza pero que por inefables sólo descubrimos al mundo cuando encontramos que otro lo ha dicho, no mejor, sino, más importante, exactamente.

Los lectores somos una cofradía extraña y sin pudor; mientras guardamos silencio nos comunicamos y lo que buscamos ocultar lo desnudamos sin temor.

domingo, 16 de diciembre de 2007

Malas lecciones


Lamento la amargura que se siente en el texto que sigue. Sin embargo, me prometi publicar la mayoría de las cosas que escribiera, aun a riesgo de perder... ¿qué?


Guillermo Fadanelli escribe en su blog sobre las atroces licencias que permite un micrófono (Mi hijo para presidente). El hombre que está en el podio, a punto de pronunciar un discurso, desde que empieza a subir las escaleras y se aclara la garganta, pierde todo el respeto por el público; daría lo mismo si les escupiera en la cara o se bajará los pantalones y, dando media vuelta, se pusiera de cuclillas para exhibir las nalgas. Cualquier cosa que pronuncie, no importa qué, está contaminada. Una conclusión drástica, pero iluminadora: la ceremonia embrutece.

Creo que lo mismo pasa con la palabra escrita: las páginas electrónicas y los blogs vacuos por los que paseamos todos los días y que se permiten el pecado de robar nuestro tiempo, no son más que la variación más moderna de una maldición que se nos impuso cuando el primer erudito se sintió merecedor de reverencias por haber leído libros que el vulgo ignoraba. Desde entonces los podios y los libros nos inspiran una solemnidad que nos impide distinguir lo insulso. No digo que convendría una dictadura o una patrulla de lo relevante. ¿Quién sería lo suficientemente lúcido para no tropezar ni una sola vez? ¿No he cierto que todos hemos dicho y escrito muchas veces sin cavilar? Pero la reverencia que las escuelas y las universidades inculcan ante lo escrito es peligrosa. Basta que un mensaje esté escoltado por una portada y una contraportada para que le prestemos más atención que a las palabras que salen al vuelo en conversaciones muchas veces más ricas.

Sobre la enfermedad de los ídolos

Constantemente nos lanzamos a la búsqueda de las biografías de Neruda, Kafka y Montaigne para reconstruir las identidades que suponemos nos revelarán la clave de una obra. Pero en lugar de desenterrar de las arenas del inconsciente la llave de un portal antes inaccesible, terminamos con plétoras de biografías monstruosas sobre filósofos, poetas y novelistas que nos revelan el año en que tal agarro la sífilis y en que cual se casó con su tía segunda, pero nada más. Como si la literatura fuera un diario y no siempre una invención de la realidad; un anal y no una postulación. Los escritores noveles van a las casa de Hemingway y se pasean con una devoción tal que pareciera que quieren chupar toda lo que queda del espíritu de estos hombres de cada rincón para después verterlo en sus libretas y sus computadoras. Compran Olivettis para sentirse Cortázar o, al menos, Paul Auster. Pero lo cierto es que la palabra escrita, y sobre todo la literatura, no se alimenta de la reverencias que se le hacen a cada autor o de la viveza de su recuerdo en la memoria colectiva, sino de su lectura sin prejuicios, favorables o adversos. De acercarse a Pope o a Gracián sin tapujos, sin los “Señor, un honor conocerlo”, sin el lápiz bien afilado para subrayar cualquier aforismo ingenioso dable a repetir para el espectáculo de todos.

Michel Foucault, por ejemplo, entendió esto bien y busco escaparse de sí mismo en cada libro. Quiso que el Foucault de Historia de la locura en la época clásica se entintara el pelo, adelgazará, creciera o decreciera unos centímetros, y se presentase completamente diferente en La arqueología de las cosas. Quiso escapar de la noción de autor que entorpecía a la inteligencia y a la cultura.

Creo que la mejor forma de acercarse a las palabras y a los libros es como se amanece uno después de levantarse de la cama, con total honestidad; sin bañarse y con aliento de dragón. A los libros no se les debe respeto, se les debe sinceridad. Si a uno le gusta, lo conserva en su mochila y en su maletín y lo extrae cada vez que a uno se le ocurra pasar un buen rato, y si no, ya lo decía Cortázar, habrá que aventarlos por la ventana. Pero, recuerden, nada de solemnidad, ni a los libros y aun menos a los lectores o a los escritores. No son ninguna raza especial.

Warning: This article contains language that some will find offensive, but that others will find refreshingly honest

H., mi mejor amigo, hace unos días me lanzó una pregunta que plantearía problemas incluso a los eticisistas más sólidos del orbe: ¿Cuál será la mejor hora para cagar, C.?. Bueno, esa es una pregunta que personalmente no me había hecho y a la que consecuentemente no podía ofrecer respuestas caviladas. Dudé algunos segundos, pero nada. Siguió el silencio; no incómodo, porque esas cosas ya no caben entre amigos; un silencio, en cambio, solemne. Finalmente, del fondo de mis recuerdos, recobré una memoria que podría hacer pasar, sin pensarlo mucho, como respuesta. Era un pasaje de la novela de un escritor mexicano que conviene no nombrar aquí, y al que más que citar, reelaboro con obvia menos fortuna que en el original.

El tío, un hombre que sabía de lo que hablaba, un hombre de mundo, pues, le decía a su sobrino, Alex, que la mejor hora para pasar al baño era antes de entrar a la regadera. “Es el principio del squat japonés; en lugar de utilizar el papel higiénico, uno se pone en cuclillas y con el chorro de agua te rocías el culo… No pongas esa cara, Alex, al principio esto también me pareció de bárbaros. ¿Cómo lo voy a hacer yo, un hombre de mi edad? Pero en realidad te limpias mucho mejor y evitas cualquier residuo. Claro que aquí en América no tenemos el privilegio de los squats; de todos modos, con que cada mañana te repases con la mano bien el culo, con ayuda de la regadera, estarás hecho, hombre. Te acostumbrarás, vas a ver.”

H. no me dijo nada, solamente exhaló el humo de su cigarro. Como no siguió preguntando, cavilé que el enigma había sido, de alguna forma, resuelto, o que temía ahondar en la discusión por temor a que yo contestará de forma aun más atroz y vulgar. No lo sé. De cualquier modo, desde entonces, cuando quiero hablarle por teléfono por las mañanas, para arreglar la salida diurna o nocturna del día, sé que tengo que esperar unos cuatro o cinco minutos más de la acostumbrada media hora que tardaba en salir de la ducha.



Un manual gráfica de cómo utilizar el squat: http://www.asahi-net.or.jp/~AD8y-hys/movie.htm

sábado, 15 de diciembre de 2007

Goodbye, A., goodbye

Sé que la poesía a continuación merece más un puntapie que una mano al hombro. Lo sé. Pero tenía que sacarlo de mí, y esta me pareció la forma menos grosera de hacerlo.

Goodbye, A., goodbye

Guardo tu olor en la nariz hasta que la memoria se deslava
al punto de volverse aire.
Sé que es la seña de que tu fantasma se despide,
pero yo no quiero soltar su mano
y me enredo entre sus dedos.
Quédate, por favor, quédate.
Voy a estar a solas conmigo y sin ti;
y una línea negra se va a pintar
en las paredes de mi cuarto.
Antes quiero dejarte un beso,
que no sientas,
en el cuello;
temblar cuando mi nombre se escuche por tus labios.
Quiero decir tu nombre de cariño;
frente a ti y no en secreto.
Quiero ver tus ojos que se ennegrecen
cuando prueban la noche;
quiero ver tus ojos que me ven verte a tí.

Un sauce por la ventana

Hay una novela del hispano-argentino Andrés Neuman que lleva por título La vida en las ventanas, donde el universitario Net, un cuasi-detective, valiéndose del Internet, de la amistad con Xavi, y las ventanas de Windows, se dedica a desentrañar misterios. Yo, ni me llamo Net (ni Flux, ni Bit, para el caso), ni poseo la violencia y las entrañas para ser un detective, pero lo que sí es que a veces me queda la sensación de que mi vida se hace a través “de las ventanas”. Siempre he reaccionado, más con flojedad que con otra cosa, ante los representantes del viejo orden que ven en la “era digital” el derrumbe de la civilización. Pero hace pocos días me di cuenta de cómo nuestra vida en verdad pudo haber palidecido. Leía los primeros versos de “el” poema de Octavio Paz, Piedra de sol (“un sauce de cristal, un chopo de agua…”), y tuve que ir a Google Images para poder entender de qué me hablaba nuestro poeta. No me alcazaba la imaginación para dibujar un chopo en mi mente, y del sauce sólo sabía que era un árbol y no un anglicismo que se coló a nuestra lengua. Me bastó con teclear un par de letras para dar por satisfecha mi necesidad inmediata de recrear un sauce y un chopo, pero me quedo el vacío del que siempre ha negado una nariz prominente y de pronto conoce el espejo octagonal del vestidor, donde todos los ángulos del cuerpo son visibles. No puedes leer literatura, es más, no puedes andar por la vida con una sola burda imagen de lo que es un árbol: un tronco simplón, cuyo mejor adorno son algunas rugosidades sinuosas como marca del tiempo, y con hojas que suponemos verdes, pero que en realidad pocas veces lo son tan absolutamente y que más bien cobran tonalidades mucho más ricas. Recordé que A., una compañera de la universidad, había dicho necesitar una educación silvestre.

-Siento que no diferencio a los animales. Por ejemplo, ¿qué distingue a un chita de un guepardo?-dijo. No mames, y eso es básico.

En ése momento me pareció más una ocurrencia que una idea. Ahora pienso que hacer maletas, colocarse un sombrero de cazador y armarse con un pesado rifle de doble boca, para partir de safari, podría ser la mejor inversión para una vida cuyos confines son las cuatro líneas que arman el rectángulo de una ventana, y que tiene la profundidad de un monitor.

Mi calidad de vida no es sólo el café que tomo...

Este, por supuesto, no es un blog de civismo y mucho menos de filosofía política. Claudio Magris (Trieste, 1939), aunque ha sido senador en Italia, tampoco es profesional de ninguna de estas dos materias. Sin embargo, desde la nave de la literatura, el escritor se acerca a la ética, un arte no menos noble. Robo esta maravillosa cita de Hasta siempre Elena como botón de muestra.

“Mi calidad de vida no es sólo el café que tomo, también el mundo que me circunda, los otros que viven en él. Para mi bienestar no basta con que yo no sea agredido, también hace falta que los otros no lo sean. Mi bienestar depende del de los demás. Parte de mi egoismo crea un mundo civil.”

viernes, 14 de diciembre de 2007

Indecision


Ahora mismo me alistó para la fiesta de Navidad en mi universidad, pero no sé que ponerme. Estadísticamente, éste es un mal más propio de las mujeres. Pero en mi horrible caso la incapacidad de elegir el atavío correcto, o cualquiera, me asalta como si fuera yo la misma Eva. Hace meses que no perdía dos horas en el trajín del ropero al espejo, y de vuelta, y de vuelta. Registrar el suceso en Escalera me hace perder aun más tiempo, pero con esto no hago más que rememorar una antigua técnica que me inculcó mi papá: dibuja tus monstruos; exteriorízalos y después aplasta el papel y tíralo a la basura, así desaparecerán.

Para empeorar las cosas, tengo que pasar los siguientes setenta y cinco minutos en la actividad que los sicólogos y los economistas de la felicidad han señalado como "la" más penosa (en la primera acepción que la Real Academia le da a esta voz): commuting, es decir, viajando al trabajo (o, en mi caso, a la escuela), que hoy, sólo hoy, me parece el mismísimo purgatorio.

jueves, 13 de diciembre de 2007

No Hazardous

En la cuestión de transar con el alma las historias y moralejas abundan: desde Fausto, quien la cambió por la llama de la sabiduría, hasta Bart Simpson y su descomposición espiritual, que sólo se detiene cuando ingiere por completo el papel que reza Bart Simpson’s Soul. Pero lo cierto es que en este asunto seguimos siendo igual o peor de ignorantes que el primer hombre que piso la Tierra. Algunos científicos, siendo el más notable Magnelius César, en el siglo XIV, quien realizó indecibles experimentos con enanos que incautaba en su villa, han tratado de averiguar los efectos de quedar sin alma. Pero todos han topado con el mismo obstáculo: la naturaleza etérea del alma, que no se presta para las minucias de los tubos de ensayo, los matraces, ni las probetas. Quién sabe, en verdad, lo que nos pasaría sin alma. Pero los más arriesgados biólogos evolucionistas ya han apuntado, tras realizar algunos experimentos con monos de la isla de Java, al parecer, los primates más cercanos a nosotros, la posibilidad de que en realidad los efectos de vivir sin esta “esencia”, sean, a lo más, mínimos: algún vómito transparente al día siguiente, quizás ligeros temblores, pero nada más, afirman los científicos.

Si en verdad fuera así, cuántos negocios más no se agenciaría el demonio; ofreciendo en sus folletos de promoción no sólo imágenes de mujeres voluptuosas, mansiones en las costas del Pacífico, y autos de un reluciente blanco marmóreo, sino también una reconfortante etiqueta de No Hazardous de la U.S. Food and Drug Administration. Quién sabe.

Notas orientales


Dos parejas tapatías salen a pasar sus vacaciones de verano al Medio Oriente. Ellos son médicos; ellas son sus honorables esposas. Lo pasan sin excepcionales trajines: la infaltable montada en las jorobas de los camellos; despertar por la madrugada con el ajetreo de los altavoces que llaman a los musulmanes al rezo; la cámara fotográfica robada en una visita a la mezquita; las interminables pantomimas para que los meseros traigan huevos fritos y no, ¡puta madre!, pescado; en fin. Sin embargo, el último día, las señoras, lentes oscuros y ligeros vestidos de lino blanco, salen a hacer las compras finales al mercado local. No regresan y en el horizonte se ha asentado ya la noche. Sus maridos van con los policías, preguntan en los locales de la zona; van a las embajadas; hacen miles de llamadas, pero nada. Tienen que volver a México. Nunca las vuelven a ver.

Juan Pestañas

De niño decía que las pestañas se me enredaban. Y era cierto, desde pequeño los pelos sobre mis párpados alcanzaba longitudes insólitas. Ninguno de mis compañeros en las distintas escuelas en las que transité dejo de notarlo; ni para bien ni para mal. Algunos las encontraban simpáticas, incluso coquetas, a algunos les parecían afeminadas o vulgares. Claro que todo esto me tentó a tomar unas tijeras y terminar con el asunto de una vez por todas, pero no lo hice. En la universidad, cuando nos pretendemos más civilizados que nunca, nadie se ha pronunciado al respecto. De todos modos, las opiniones ya se me resbalan: mis pestañas son mías y, feas o bellas, somos compañeros en esta vida. Han estado conmigo cuando lagrimeo por el amor, pero también en los luminosos días de sol. Por supuesto, nunca olvidaré los bochornos que sufría cuando en los primeros años del colegio la maestra ponía en la grabadora esa canción de Crí-Crí que ya tanto temía: Juan Pestañas.

Estrenando

El hábito no hace al monje, ya lo sé. De todos modos, Escalera al suelo ha cambiado de ropas por primera vez, y creo que le sienta bien. Los márgenes son más anchos, el fondo blanco insinúa desenvoltura y, en general, la estrechez es menos. Me hace sentir como cuando llegó de todo un día de usar camisa y traje, y los cambio por mi sudadera negra holgada con cuatro grandes letras en cursivas: PARIS, con una Torre Eiffel al fondo. Siempre me pasa: en pijama el humor me cambia y me siento listo para conquistar el mundo. Bienvenidos a casa, y cuidado con la pintura fresca.

***


Un suceso desagradable: ayer fui a desayunar a Sanborns; mientras me registraba en la lista de espera para conseguir mesa, un señor alto, de melena castaña clara, me empujó, si no agresivamente, sí sin ningún cuidado. No se disculpo, ni con la mirada ni con las palabras. Simplemente me eliminó; yo no existía para él. Al principio me sentí humillado y, para empeorarlo, frente a todas las personas que también esperaban mesa. No pude reaccionar de ninguna forma. Pero después comencé a sentirme enojado. En verdad enojado. Usualmente lo hubiera olvidado, pero ese tipo se sentía superior a mí. Lo que me molestó fue que, por mi parte, suelo esforzarme por eliminar cualquier residuo de arrogancia en mí, y, de alguna forma, sentí que era injusto que me pagarán así. Dije: voy a ir a hablar con él, más para exhibir mi enojo que para anunciar un hecho. No hice nada, por supuesto. Cuando llegó nuestro turno de pasar a la mesa no tuvimos otro remedio que acomodarnos apenas a una mesa distancia del señor. Leía el periódico y bromeaba con su amigo, como si no hubiera hecho nada. Imbécil, pensé. Tenía ganas de gritarle algo. En un inicio, pensé en algo dramático: no me vuelvas a empujar, pendejo, por ningún motivo; cosas por el estilo. Luego noté que era alto, demasiado para mí. Si mis palabras lo enfurecían seguramente yo saldría perdiendo. Me frustré. Luego me esforcé por olvidarlo hasta que, sin notarlo, desaparecieron del restaurante. Al momento salir al estacionamiento, recordé una cita de Norberto Bobbio. Palabras más, palabras menos, Bobbio recomendaba una actitud casi imposible: tolerar a los arrogantes y a los déspotas. Es fácil pensar que el malo debe ser eliminado. Que el criminal ha perdido su condición y es válido torturarlo o humillarlo. Pero puede que no sea tan fácil. Puede que los que deseamos vivir no en una utopía, pero en un mundo sin que todo sea competencia, vencedores y vencidos, tengamos que poner más de nuestra parte: tolerar al intolerante. No quiero decir que yo no hice nada porque decidí respetar al tipo, sino, claro, por miedo. Pero, de todos modos, me quedé pensando. Quizás con motivo de los aires navideños.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

En torno a una foto de Jose Emilio Pacheco

Es la semana final de mi tercer semestre de universidad. Mi paciencia comienza a agotarse, y trato de mantener el buen humor. Cierro los ojos e imagino los días de vacaciones en mi sillón, al lado de una mesa con un anillo de agua justo donde estuvo mi taza de té. Imagino también las mañanas en pijama y un cigarro en los labios. No es lo más saludable, pienso. También haré algunas abdominales. (Continuo sin dilucidar la forma correcta de hacerlas, a pesar de que he visitado varios sitios sobre salud y deporte en Internet y he preguntado con amigos.) Intentaré, además, correr; incluso he pactado con un amigo para apoyarnos mutuamente y visitar las pistas de los Viveros. Pero aun no estoy libre. Tengo algunas horas de trabajo por delante y quiero despedirme del día, ya. No puedo aun: en lugar de trabajar, pasé la tarde leyendo a José Emilio Pacheco, paseando por la Roma e Insurgentes siguiendo las huellas de Carlitos; del Colegio México al departamento 4 donde vivía Mariana, y de vuelta a Insurgentes a encontrarnos con Rosales. Me reclamo no conocer más rigurosamente la geografía de mi ciudad. ¿Dónde está Zacatecas y dónde estuvo el tranvía que cruzaba la avenida Coyoacán? ¿Cómo voy a escribir sobre la ciudad si me pierdo en sus calles? Ahora observo la foto (la que se ve justo arriba) tranquila de Pacheco en su biblioteca desbordante. Imagino el día; la situación. Llegó con una amiga de la Universidad. Le pidió un libro. Él le pidió que lo esperara en la sala mientras lo buscaba, pero tardo demasiado y ella decidió, cámara en manos (estudia fotografía, ¿qué otra cosa podría ser?), ir a verlo. Lo encontró como a un bebé escarbando entre sus juguetes. Le pareció simpática la imagen y aprovechándose de su ascendiente sobre el mozo Pacheco lo convenció de tomarle una foto que ahora debe parecerle pretenciosa o, acaso, insignificante. Las mujeres nos desarman, yo lo entiendo. Justo ahora padezco su imperio. Me mareo de sólo pensarlo. O quizás es la culpa de haber castigado al papel con mi arrogancia y descortesía. Me voy. No quiero importunar más. Buenas noches.

domingo, 9 de diciembre de 2007

Conversar con los difuntos


Una de las tres etapas de la vida, según Baltasar Gracián, es la de conversar con los difuntos, una frase que también acuñó Francisco de Quevedo, y que no quiere decir otra cosa que leer. Por su parte, Alexander Pope creyó que una forma de no pensar, es decir, una forma de morir en vida, era la lectura constante: for ever reading never to be read. A primera vista, estas dos máximas parecen irreconciliables. Pero, intentaré demostrarlo, en realidad no lo son.

Primero, para Gracían la lectura no es la única actividad de la vida; acaso era un tercio de ella. El resto, recomendaba el conceptista barroco, debía pasarse conversando con los otros y, ya al final, con uno mismo. Seguramente que estaría de acuerdo con Pope en que una vida dedicada a la sola lectura sería infructuosa y, peor, aburrida. Aburrida porque no sólo no seríamos leídos, sino porque no seríamos escuchados, amados, ni comprendidos. Pero aun hay otra razón por la que creo podemos seguir a Gracián y a Pope sin contradicciones. Para los dos es claro que la lectura tiene dos formas opuestas: la lectura estéril y la lectura viva, conversada, y que siempre hay que preferir a esta última. Cuando Gracián, en su ética, decide reemplazar el verbo por la metáfora, es decir, lectura por conversación con los difuntos, lo hace no sólo en favor del estilo, sino para librarse del gusano de la lectura erudita. Antes de Guttenberg la escasez de libros obligaba a que la lectura que no se hacía en los conventos o monasterios se hiciera usualmente en público. Se ponía uno un cajón bajo los pies y comenzaba a leer en voz alta el texto que fuera. Aunque lo que era dable leer sin ser reprendido era poco, al menos los libros eran un asunto público. Pero la lectura se ha vuelto, para desventaja de todos, cada vez más solitaria y silenciosa. Además, se ha convertido en un bien de prestigio y exclusión. Cuando Pope señalaba los riesgos de la lectura, más bien se refería, como Gracián, a los peligros de la erudición que todo lo conoce pero nada lo sabe. Al erudito que lee para apilar nombres y fechas muertas, y destierra su propio pensamiento para darle el cuarto a los discursos memorizados de Cicerón o a los versos recitados de Novalis. Pero también al hombre de hoy que consume vorazmente libros para procurarse una reputación de sabelotodo a costa de su propio pensamiento. Que toma los libros Descartes o de Ricoeur para tener algo interesante que decir, pero no se da ni los veinte minutos bajo la regadera para pensar por su propia cuenta. Y no porque sea precisamente estúpido, sino porque es apático. No deberá sorprendernos que quiera que todo lo que aprende en libros le de algún beneficio más: le ha costado tanto pasar por el cementerio, registrar las cenizas de obras de otro siglos para incluirlas en su repertorio, que quiere que los demás le reconozcan la dedicación.

Pero la lectura a la que Gracián se refiere, junto con Pope, es la lectura conversada. Cuando hablamos con los demás no esperamos que el otro haga todo. No nos quedamos reposando mientras ellos hablan y hablan sin esperar ninguna reacción. Si lo hiciéramos así, estaríamos solos. Conversamos para alimentarnos, para estar vivos. Cuando Maquiavelo se cambiaba las ropas ordinarias por alguna prenda más elegante para leer a Herodoto o a Tito Livio, lo hacía porque sabía que estaría frente a personas de carne y hueso. Entendía que frente a sus ojos no estaban los puros residuos de una existencia, sino el registro vivo de la voz y la inteligencia de hombres que habían pisado la tierra, que habían paseado por las calles de Atenas y Roma, y que habían pensando lúcidamente los problemas de su época.

Reconstruir el conocimiento del mundo desde cero sería una locura. No podemos esperar que en una vida amasemos el pensamiento de millones de personas durante siglos. Para eso están los libros; para iluminarnos. Pero no existen para ahorrarnos nada. La vivacidad con que conversamos debe permanecer en nuestras lecturas; quizás ser superada, porque en realidad no estamos leyendo; estamos conversando.

martes, 4 de diciembre de 2007

Ejercicio 6

Es cierto que Figueroa y compañía cayeron en cama después de meterse con la esposa del líder de ellos, y recibir de éste una sarta de furiosas e ininteligibles palabras. Que en los últimos días cada uno de los hombres de ese grupo ha padecido insufribles fiebres al punto de que ahora han perdido hasta la sombra, y la única presencia que recorre su camarote es la de la muerte; tanto, que el resto de la tripulación ha ido a despedirlos ya. Hasta el capitán. Pero no podemos hacer nada contra estos demonios. Cuando los compramos en Dakar a un compatriota sumaban doce, y nosotros éramos más y cada uno portaba tremendos arcabuces. Pero en el trayecto a Veracruz perdimos muchos hombres; el sarampión o la cólera los consumió, y los terminaron las brujerías de éstos. Ahora se pasean por la borda como si no tuvieran dueño y han dejado de obedecer la órdenes del mismo capitán. No son tontos, saben contar y tienen claro que las cosas se han volteado. Es cosa de horas para que aprovechen la nueva bandera del Reina Sofía y pongan en su justo sitio las cosas.