sábado, 5 de enero de 2008

Una de carreras

El mexicano Alberto Chimal convoca mensualmente, en su blog Las historias, a un concurso de microficción. El punto de la competencia es realizar un breve relato que tenga como motivo una sola imagen. Para iniciar este año, Chimal ha elegido la fotografía que preside esta entrada. Mi historia, abajo, ya está en la línea de inicio, esperando el pistoletazo para echar la carrera. Disculpen si el resultado es, sobre todo, miserable.


Poco a poco, inexplicablemente, su cuerpo se había ido extinguiendo. Primero el tono de la piel palideció como si nunca el sol las hubiera besado, pero luego, preocupantemente, adquirieron la transparencia primitiva de las amebas. En un principio, cuando percibió primero el trastorno en los dedos de sus pies, pensó que era una alergia temporal, y se aplicó apenas una pomada rosada que encontró al interior de su buró. Procuró, además, utilizar calcetas de tejido grueso y oscuro para impedir situaciones incómodas en la oficina o en el camión que recorría, de principio a fin, Nomaders Avenue, de vuelta a casa. Así, con indiferencia frágil, estuvo por algunos días. Pero sucumbió al terror cuando días después, al regresar del trabajo, desvistiéndose para ponerse la pijama y dormir, descubrió que sus pies eran ya completamente transparentes. Claro que los sentía, podía trazar su perímetro delicado con las yemas, pero simplemente ya no veia nada debajo de los tobillos. Corrió a su escritorio, abrió su laptop, y busco ávidamente en Internet, pero nada. Incluso se sintió tentada a hablar con alguien, pero, ¿a quién? Y ¿qué decirles? Pensó en un médico, en el hospital del municipio, pero concluyo que era ridículo. Qué les voy a decir, pensó, acariciándose sus invisibles extremidades y quedándose dormida sobre sus sábanas amarillas.

***


El achaque no sólo no cedió, sino que al paso de las semanas se extendió y aun multiplico sus víctimas. En algunos meses, la palidez del principio recorrió su existencia con la velocidad cruel de los asedios y, sin embargo, Linda, aprendió a soportarla y, todavía, a aceptarla. A la vez, cobró conciencia de que cada cosa que sometiera a su tacto, sufría consecuencias paralelas a las de su cuerpo. De esta forma, todo su departamento, sus aditamentos y adornos, perdieron sus tonos originales y se redujeron todos a un mismo blanco. Decidió, así, cesar relaciones con el exterior, pero procuró dar siempre excusas plausibles para que nadie sospechase y la molestase en su departamento, donde permanecería recluida hasta el fin, como se dijo solemnemente la última noche que pasó fuera.

***


En las última semanas, desesperada, había ingerido las últimas provisiones del botiquín que se albergaba detrás del espejo del tocador del baño. Pero, después de una racha insufrible de temblores fríos y vómitos, regresó a la templanza anterior. El último día, que se anunciaba violentamente en el rayo de sangre que, visible por la transparencia, pendía de su brazo derecho, decidió pasarlo con valor. Se encerró en el cuarto que antes había sido su recámara, totalmente blanco ya, y esperar, sin agitación alguna, la culminación.
En la espera se había quedado dormida. Cuando despertó vio la luz , no supo si de la mañana o del hiriente mediodía, iluminar su cuarto y, después de despabilarse, notó, con sorpresa confusa, que las puertas de su cuarto y también del departamento estaban abiertas. Escuchó, en lo que antes había sido su sala, la voz de la vecina del departamento de al lado. Pero no alcanzaba a descifrar sus palabras, aun si detenía por momentos su respiración para escuchar mejor. Poco a poco, se compuso del suelo y salió del cuarto, sin siquiera percatarse de los cambios terminales que en la noche se habían operado en ella. Cuando salió, vio a la vecina hablando con un policía, de estatura corta y menudo, que apuntaba rigurosamente en una libreta lo que ésta decía. “Hace meses, señor, que no sale. Nadie la ha visto desde entonces, y, cuando alguien toca a su puerta, contesta detrás de la puerta, pero no abre. No abre, señor.” El oficial, ceñudo, preguntó por los apellidos de la desaparecida y ella, Lidia, sin pensarlo, gritó que ahí estaba. “¿Por qué no me lo pregunta a mí?”, insistió, con los ojos clavados en la vecina. El oficial y la vecina voltearon, desconcertados, como si miraran el vacío. Se vieron entre sí por unos breves segundos y cada uno empezó a recorrer las distintas habitaciones. Fue ahí cuando lo recordó todo y, antes de que éstos salieran de nuevo a la sala, salió presurosa del departamento y se perdió en las escaleras.

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