domingo, 18 de mayo de 2008

Fragmento 2

Bradley había corrido sin descanso desde la iglesia hasta llegar al extremo del risco. Vestía un traje de tela gruesa y oscura, muy oscura, sin ser negra, y una corbata, esa sí negra, con un nudo perfectamente hecho. En ese momento el viento se levantó desde lo bajo, como salido de la misma tierra, agitó violentamente las hojas de los árboles, e incluso los mismos troncos de éstos, y en su último aliento hasta pareció dar un leve empujón a Bradley. (O quizás fue él mismo el que se dejó llevar). Pero éste no pareció asustarse; sus ojos no parecían si quiera notar los quinientos metros en picada que se extendían frente a él; la manera en que el accidentado cauce del río laceraba el manto de agua como un azul pañuelo agujerado. Dio uno o dos pasos atrás, para recuperar su posición original, y cuando dirigió la vista al cielo, observó que este brillaba como un rayo de sol pegando directamente sobre una lámina de oro.
Su padre había amanecido muerto en el granero esa mañana. Lo descubrió Ingrid, la cocinera, quien, al descubrir el pálido cuerpo de Mr. Adley, sobre la paja y el lodo, despidió un grito contenido que, con la baja temperatura del ambiente, se tradujo en una pequeña nube de suspenso aire blanco. Esta cruzó a tropezones el enlodado patio y casi resbalo cuando pisó rápidamente una piedra de tamaño mediano cubierta por una delgada película de hielo. Cuando irrumpió en la oscuridad de la cocina él, Bradley, era el único en la habitación. Tu papá está muerto en el granero, le dijo. Y luego, como si alguien le gritara desde el fondo de su cabeza, continuó su carrera hasta la recámara de su madre. Antes de salir, Bradley todavía alcanzó a escuchar sus primeros gritos. Era el jueves 18 de octubre de 1891. ¿El lugar? Dublín, Irlanda.

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