jueves, 27 de diciembre de 2007

Sin medallas ni centros ni capas

Zapata me dijo, con una sonrisa guasona sobre el rostro, una tesis que no sospechó me pegaría tan hondo: the essence of love is uncertainty. La frase, en rigor, era incorrecta. Oscar Wilde dijo, más bien, the very essence of love is uncertainty. Pero el very no hizo otra cosa que presionar la daga más en mi interior.

Vista de lejos, esta no era sino una máxima más entre los millones que se han dicho al respecto. Pero la frase surgió para confirmar un espectro que rondaba la conversación y que desde abierta se quedó con los ojos fijos en mí, las uñas salientes, como insinuando algo: los hombres “buenos” (entiéndase aburridos, pazguatos, timoratos, pávidos, yo que sé) están destinados a perder en el amor y, ya diciéndolo todo, en el resto de los quehaceres humanos. El amante busca sacar la cabeza de lo cotidiano, la excitación, y los niños con el cabello relamido, raya en medio, y el fresco ramo de flores oculto en la mano detrás de la espalda, no tienen ni pista de cómo hacerlo. En el corazón de las mujeres, apenas recogen las cenizas de un fuego que fue con otro, siempre más salvaje y patán, y del que sólo serán testigos aletargados; ñoños.

La conclusión no fue sino apuntalándose mientras la discusión con mis amigos continuaba. “Todas buscamos un pequeño patancito”, se dijo. Yo, ante todo esto, sonreí; más para ocultar mi pecado que por compartir el hallazgo. Por supuesto, no me declaro un santo. La ira, la envidia, los vicios (aunque, eso sí, no el odio) se andan por mi menuda existencia como lagartijas sobre el tronco: tanto nos conocemos. Pero, de todos modos, me sentí aludido. En diversos puntos del día hago esfuerzos conscientes por lavar de mi conciencia sentimientos viciosos que me descubro. Otra vez, no para descubrir que, de pronto, me elevo, en medio de un túnel de luz, hacia los Cielos, pero sí por impulso natural; para no sentir que a cada día que pasa desmerezco más habitar cerca de los otros en los que me reconozco.

La bondad, a esto quiero llegar, es una virtud con baja reputación. Cuando paran a uno después de hacer algo por otro, cualquier cosa que no implique el egoísmo violento de siempre, y le dicen: “eres un buen tipo”, seguidamente hace falta aclarar que no hay que tomárselo a mal, que es un “ha-la-go”; como si alguna vez hubiese sido diferente. Y es que sucede que la bondad se equipara ahora con la condición de pazguato, del que se anda por la vida tropezándose hasta con la propia sombra; burlado por todos.

Habría que hacer una campaña exhibiendo a los hombres bondadosos que, ¡sorpresa!, no siempre sucumben en la vida: el ingeniero de puentes que nunca se inclinó a tomar lo que no le pertenecía y ahora dirige un despacho de arquitectos en San Francisco; el doctor en genética que jamás mintió sobre nada y que ha salido ya, con una bata blanca pulcrísima, como su corazón, en la portada de Nature, sosteniendo a los primeros gatitos gemelos inducidos en el puro laboratorio; el cirujano que nunca se inventó un padecimiento de más y ahora dirige algún hospital prominente en el corazón de Boston…no sé.

Aun con la marea en contra, sabiendo que quizá sea yo el que se equivoque, sigo pensando, junto al filósofo Hugo Hiriart, que el mayor cumplido que se le puede dar a otro es el de comunicarle que es un hombre bueno; así, sin medallas ni cetros ni capas.

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