viernes, 9 de noviembre de 2007

La princesa


La princesa selló el trato junto al pozo: doscientas monedas de oro, su huevo negro de obsidiana de México, y su absoluto secreto fueron suficientes. Al principio dudó si ingerir toda o tan sólo una porción del pequeño frasco que le habían entregado; buscó detrás y por debajo, no tenía indicaciones. Hasta ahora había intentado de todo para embellecer, pero sus fracasos fueron numerosos y sonados. Sabía que uno más sería el fin. En su desesperación, frente al espejo, decidió terminarla de un trago. Hasta cerrar los ojos con la cabeza sobre la almohada, no pensó más que en esto.


A la mañana siguiente el ajetreo fuera de su habitación la despertó. Lo que la desconcertó más fue el olor de la madera ardiendo y el sonido de las cadenas chocando, como si las agitasen. Un olor a cinc cubría toda la habitación, y su cuerpo de pronto le pareció ingobernable. Descalza, se acercó a la salida. Cuando colocó la oreja sobre la puerta, escuchó lo que los hombres discutían: “La criada entro en la mañana para llevarle la jofaina y fue entonces cuando se supo. La bestia debió haber quedado completamente satisfecha después de zampársela, porque según contó a los guardias, todavía yace dormida en la cama de la princesa.”

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