lunes, 15 de octubre de 2007

Enunciado 1


El siguiente texto es el primer ejercicio (Enunaciado 1: un sueño mientras ocurre) que entregué en mi curso en línea de Escritura Creativa en la Escuela de Letras de Madrid. Sus numerosos incumplimientos con los requisitos de la tarea le merecieron proporcionales y justas críticas.

Un sueño

La sombra en la pared del pasillo interior comienza a crecer en altura hasta que, de golpe, recupera la auténtica proporción de la criatura a la que pertenece. Y si bien antes difusa, ahora dibuja con precisión su figura; como un obturador que se abre. Reluciente por el beso de las aguas del pantano, la bestia arrastra su escamada y azul cola con una pericia alucinante, si se considera que es un reptil completamente silvestre quien asciende por las estrechas escaleras domésticas.
En realidad, esto último no debería sorprenderme; ya cada uno ha dominado, a fuerza de la repetición constante -temo que infinita-, los inconvenientes de sus rutinas. Y es que han sido tantas las veces en que hemos representado el mismo papel: él, el de déspota verdugo; yo, el de víctima fatal.

Después de transcurridos uno o dos minutos, finalmente llega a la boca de la escalera. Se detiene unos instantes en el pasillo acomodando su chato cuerpo en dirección a la puerta de la habitación, y, con una atroz conciencia del suspenso, permite que del reloj en la pared escapen unos segundos más, antes de ingresar a la recámara.
Lo primero que noto es la gruesa línea de color sanguinolento que atraviesa de cabo a rabo su espalda; después, su cabeza plana y presumiblemente pesada, y las exageradas proporciones de su estómago, que guarda los intestinos donde me alojará. Continuó respirando acompasadamente; en una actitud que se diría incluso absurda, por la indiferencia que exhibe.

No tarda, después de esforzarse por subir a los pies de la cama, en deslizarse hasta estacionarse sobre mí torso y abrir las enormes, amarillas fauces. Podría ofrecer resistencia, batirme con el animal hasta las últimas consecuencias, pero he comprendido que, forcejeo o no, irremediablemente desemboco en la misma oscura y tibia cámara.
En un gesto que de en cierto modo me alegra, el animal dibuja en su rostro una sonrisa diagonal que insinúa la complicidad de quienes han compartido crímenes, adulterios, estafas o eternidades. Comienza a ingerirme en orden inverso: primero los pies y las piernas, que le toman alrededor de un cuarto de hora; luego el tórax y los pulmones, que, al reventar, sangran con singular profusión... (La secuencia, por supuesto, continua, pero me es imposible narrarla con rigor: el dolor, que me recorre como electricidad, y la falta de oxígeno, han cancelado mi conciencia y cegado mi percepción.) Se imponen, al cabo, las sombras del trance.

Mientras espero, de nuevo, el comienzo en esta antesala sin tiempo y sin espacio, babosa y muda, me pregunto si en algún momento podré cruzar y alcanzar la luz al otro lado del sueño, que, ha fuerza de repeticiones, ha logrado hermanar, al colmo del absurdo, a un reptil con un joven adulto como yo. No lo sé.
Aunque, convertido en un residuo que flota en sus ácidos intestinales, cierro los ojos (como si en esta penumbra hiciera falta) y ruego por el final, lo cierto es que que despertando en el mismo cuarto, soporoso y alfombrado, para después protagonizar, ya sin rastro alguno de temor, pero con absoluta disciplina, la misma serie de eventos.

Es verdad que la vigilia no me ofrece demasiado, y que he hecho de este sueño, que se devora a sí mismo como el ouroboros, una casa en la que deambulo por sus cíclicas habitaciones. Acaso mi único anhelo al despertar será consultar la Enciclopedia en los estantes de la biblioteca familiar para precisar la especie de este que, con infinito ahínco, me da muerte, y al que sin embargo me siento ya tan estrechamente unido.
Por ahora, sólo puedo apuntar que, en sus pequeñas y embotadas extremidades, advierto la orgullosa genética de un Crocodylus porosus, natural del occidente del África central. Quizás algún día, a la caliente sombra de un Safari, logre reconocer su marca carmesí de entre un puñado de agazapados cocodrilos africanos, a la orilla de un pantano negro, y alcance a regresarle la sonrisa que aun le debo.

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